En la entrada al volcán, Lilkam lloraba desconsolada. Ninguno de los que estaba ahí quería acercarse para apurar su paso. Cayó de rodillas y comenzó a hablarles a los sacerdotes.
—¡Nunca quise hacerlo! Solo traté de salvar a mi hermano Milej. No merezco tal castigo, no puedo hacerlo, por favor, no puedo.
Nadie dijo nada y la dejaron llorar. Nadie quería ver morir a una joven llena de vida, arrepentida por todos sus malos actos. Pero debía ser respetada la voluntad de sus líderes y la voluntad del volcán Mjitëk. Su espíritu debía reclamar esta alma y condenarla a lo que se merecía por haber cometido asesinato.
Los sacerdotes en silencio ordenaron ponerla de pie, dos de ellos la tomaron cada uno de un brazo y la arrastraron más allá de la entrada al volcán. Ella apenas se resistió, porque ya no valía la pena y por qué no conseguiría más que demorar lo inevitable. Logró librarse de las gruesas manos de los hombres y avanzó lento para retrasar lo más posible su destino.
Sin dejar de entonar sus canciones y después de un largo viaje, dos de los seis sacerdotes que la acompañaban, llegaron a una superficie plana dentro del volcán, como una plataforma circular rodeada de piedras del fuegoeterno que iluminaba el lugar. Una cúpula ceremonial que a Lilkam atemorizó. La pusieron en medio, en donde había una roca en forma de mesa, la recostaron y comenzaron a rezar.
—¿Te arrepientes de tus actos impuros? —preguntó uno de los sacerdotes.
Lilkam solo asintió con la cabeza. Los rezos de los sacerdotes se hicieron cada vez más fuertes y se oyó un rugido proveniente del volcán que a Lilkam la hizo levantarse, siendo atajada por los guardias, después se quedó en silencio y lloró con los ojos cerrados, mientras el rugido aumentaba.
Una fuerte vibración la sobresaltó y un ruido ensordecedor hizo que apretara los ojos y se tapara los oídos. No entendía el ritual, nadie le había explicado en que consistía. Creyó que la lanzarían al volcán y se acabaría todo, no pensó que la espera se haría eterna. Su cuerpo temblaba y estaba sudorosa, por el calor dentro del volcán y por el nerviosismo. Respiraba agitado, mientras recuerdos de la vida que estaba por dejar comenzaban a pasar por su cabeza. Estos minutos, o quizá segundos estaban siendo eternos.
Recordó todo el tiempo que pasó con su hermano Milej. Cuantas veces lo cuidó con mimo, tantas veces lo protegió. También sintió odio hacia sus padres por no haberla protegido y por no haber evitado este destino que le parecía tan injusto. Recordó cada momento de su niñez, a la espera del momento exacto del final. Sabía que sentir odio o amor en este momento de desesperanza era descabellado, pero las emociones la dominaban y este anticipo de su final era más terrible que la propia muerte.
De pronto un silencio absoluto invadió el lugar, y con los ojos cerrados se preguntó la causa de tanta calma sin que se atreviera en un primer momento a abrir los ojos. Permaneció unos segundos en la misma postura, con las manos empuñadas y el estomago apretado. Si esto era un sueño no quería despertar, aun cuando sabía que no podía estar así para siempre.
El silencio la incomodaba y abrió sus húmedos ojos. Se sentó en la piedra, temblorosa y seis sombras la observaron desde la oscuridad. Ninguna le habló, decían que no podían hacerlo. Las miró con atención desde su lugar en la roca caliente, y no creyó lo que veía.
Una de ellas se acercó y le tendió la mano, Lilkam dudaba, pero no tenía miedo. Miró a su alrededor y ya no veía a nadie con ella, ni sacerdotes ni guardias, y se encontraba en el mismo lugar. Quería salir corriendo, quizá estaba soñando y al llegar a casa despertaría, o quizá se había quedado dormida y ya la habían lanzado al fuego del volcán. De cualquier forma, la sombra seguía ahí esperando que le tendiera su mano, y así lo hizo.
Cuando su mano mortal hizo contacto con la fría espesura de la sombra, algo en ella cambió. Un dolor desgarrador se apoderó de su cuerpo y sintió que le arrancan el alma, gritó pero no pudo escucharse, y vio como lograba desprenderse de su cuerpo, que caía inerte sobre la pierda donde estuvo recostada alguna vez. Lo vio muy lejano como si tal acontecimiento hubiese ocurrido hace siglos y una vez se desprendía de su cuerpo físico pudo volver a oír, el rugido del volcán, los sacerdotes, y las sombras.
Por fin se había cumplido su destino, cruel e imposible como ella pensaba. Cuantas historias había escuchado sobre los Basmoj. Cuantas terribles canciones en donde almas corruptas entregadas a lo más profundo del fuego del volcán. Ahora ella era una de esas cosas.
No podía dejar de mirar su cuerpo inerte en esa roca, no podía dejar de mirar como lo tomaban con delicadeza y lo arrojaban con sutileza al espíritu del volcán que la recibía con una explosión de magma.
Las sombras la esperaban a un costado con paciencia, dejándole acostumbrarse a su nuevo estado. Ella que ya no era más una mujer, se los agradecía.
Las seis formas la esperaban a un costado en la oscuridad, y en un lenguaje que en realidad no lo era, le explicaron que su transformación ya se había completado. Le parecía raro poder entender a estas criaturas sin forma, les puso atención. No sabía bien si era una voz la que oía pues no tenía oídos, y no sabía si era un lenguaje pues no tenían boca. Se observó y solo vio oscuridad, dudó si podría acostumbrarse alguna vez a esta sensación, pues se sintió liviana, ya no tenía piernas que la sostuvieran y solo su voluntad le permitía trasladarse a donde estaban las demás. Quien fue hombre o mujer parece que aquí ya no importaba.