Alemania, Julio 1930.
El caluroso verano había tocado las puertas de un fracturado y agotado país que se veía sumido en las deudas que una guerra sin sentido les había dejado, un tratado se había firmado tiempo después de que Alemania se quedara sola haciendo frente a la guerra, fue el único sobreviviente en pie después de que la magnífica triple alianza¹ se había consolidado. Eran días oscuros para la historia alemana, odiaban ser reconocidos mundialmente como los mayores perdedores de la historia y sin duda alguna se trataba de un día bochornoso en la historia del golpeado pueblo.
La vida de la posguerra no era buena, pero tampoco mala; eso sí, dependiendo de la familia de donde vengas y cuanto dinero tengas. Tenía siete años de edad, la misma cantidad de años que tenía firmado aquel documento donde Alemania quedaba sumida en la derrota y bajo el control total de los dos imperios formados en Europa; Francia e Inglaterra. Era el tratado de Versalles² que sin duda alguna malogró de muchas maneras el autoestima de todos los alemanes, se podía sentir la decepción y la desesperación de los corazones rotos debido a los estragos de la guerra. Pero, a pesar de las decepciones del pueblo, particularmente me encontraba feliz, pues hoy iríamos a un bonito día de campo, amaba el campo, adoraba la brisa que se estampaba contra mis mejillas cuando corría por aquellas praderas llenas de flores, de árboles, llenas de vida.
—¡Adina, baja ya! — mi madre grito desde la entrada de la casa.
Me mire en el espejo, mis trenzas estaban perfectamente hechas, mi ropa planchada y mis zapatos pulidos. Tomé mi sombrero de color rosado y baje corriendo las escaleras, mi corazón se aceleró, era buena corriendo desde que tenía memoria, no sabía que aquella condición me ayudaría años después para salvar mi vida.
—¿Que te he dicho de bajar las escaleras corriendo? — cuestiono mi madre cruzándose de brazos. La mire y solo pude pensar, se veía tan guapa en aquel vestido amarillo.
Mi modelo a seguir definitivamente era mi madre, una excelente ama de casa, una buena mujer y sobre todo una buena mamá, me miraba en el futuro como ella, jugaba con mis muñecas a una familia y mientras mis ositos eran los esposos, mis muñecas de porcelana eran las esposas, siempre atentas y amorosas, llenas de alegría y felices por hacer la comida.
—Respondeme cuando te hablo Adina. — el ceño fruncido de mi madre me dio a entender que estaba enfadada, pero ahí me encontraba yo, fantaseando a ser una mujer casada, vestida con un traje parecido al de mi madre.
—Perdón mamá. — respondí bajando mi mirada, observando por unos segundos como se podía ver mi reflejo en la punta de mis zapatos negros.
—Vamos, tu padre nos va a dejar si no nos damos prisa. — su mano se coloco en mi espalda, levante la vista y cuando la vi con su bonita sonrisa iluminando su rostro también sonreí.
Comencé a caminar al lado de mi madre, salimos de la casa, esta tenía el jardín más bonito de toda la cuadra, mi mamá estaba orgullosa de aquello, amaba las flores, en especial las rosas, las cuales estaban sembradas a lo largo y ancho de la casa. Todos los días tomaba unas tijeras de la cocina y mientras escuchaba música en el tocadiscos cortaba cada espina nueva que veía.
Un día la curiosidad me ganó, me parecía estúpido que todos los días le quitara las espinas a rosas y su significado era todo un misterio para mí, estaba sentada en la misma silla de siempre, frente a la ventana que dejaba ver un poco de la calle, donde pasaban alguno que otro transeúnte o auto.
"—Mamá ¿por qué le quitas las espinas a las rosas? ¡Las estás matando! — su mirada compasiva me conmovió, dejo las rosas en la mesa y acaricio mi mejilla.
—Adina, mira esta rosa — con las manos tomo una de las rosas que aún conservaba sus espinas y me miró —, ¿te parece hermosa? — pregunto.
Mire la delicada flor por unos instantes y asentí un poco desconfiada con la cabeza.
—Esta rosa es como una persona — empezó diciendo. — hermosa, pero repleta de defectos, — tomó la tijera entre sus manos y corto cada una de las espinas que estaban a su alrededor. — cada una de éstas espina es un defecto, estamos llenos de defectos Adina, pero, mira esta rosa de nuevo ¿no está más bonita?
Volví a asentir con la cabeza sin entender del todo lo que mi madre me quería decir, estaba confundida.
—Cuando puedas quitarle todas las espinas a la rosa, verás una de las creaciones de Dios."
Sus palabras quedaron grabadas en mi mente, en un viejo cuaderno anote lo que me dijo aquella vez y desde entonces pensaba todos los días en aquello. ¿Las rosas eran como las personas?, ¿las espinas eran los defectos?, todo era demasiado confuso para una niña de siete años, pero sin embargo, aquellas palabras siempre quedaron rondando por mi cabeza.
Ya en el auto mi padre comenzó a conducir, no sin antes bromear de cómo las mujeres se tardaban bastante antes de salir a algún lado.
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Editado: 25.10.2018