Al fin tenemos algo en común
El sonido del móvil la despertó la mañana del sábado. Se desperezó vagamente en la cama. ¿Qué hora sería? Con un movimiento de brazo similar a un zombi de La noche de los muertos vivientes, agarró el teléfono. Antes de pulsar el botón de descolgar, carraspeó.
—¿Sí...? —Tenía la voz irremediablemente ronca.
—Pen, ¿estabas durmiendo?
La persona al otro lado le resultó indudablemente familiar. Se irguió en la cama con cansancio mientras ahogaba un bostezo. Usaba muy poco aquel teléfono, pues era de aquellos antiguos con tapa y botones, cuya pantalla era tan pequeña que apenas podías leer un nombre.
—¿Lisa?
—¿Quién si no?
Spencer no pudo evitar sonreír. Ya extrañaba a su amiga.
—Hacía tiempo que no sabía de ti.
—Lo mismo puedo decir yo —replicó Lisa en un tono que reflejaba cierta molestia—. "¿Acaso ha hecho nuevas amigas en esa escuela de niños pijos? ¿Por qué no nos escribe?" Pensaba eso. Bueno, ya que no me llamabas ni te comunicabas por Facebook.
Se rascó la cabeza pensando en lo que le acababa de decir.
—Yo también me sentía así. Sobretodo habiendo hablado por el grupo del chat los primeros días. Excepto en lo de los niños pijos, claro, tú sigues yendo al instituto público.
—Fíjate que tontas somos. —Ambas escucharon la risa de la otra—. Pues te llamaba para poner solución a ese problema.
—¿Qué propones? —Quiso saber mientras se calzaba las zapatillas y se acercaba a su escritorio.
—Nada, cena el próximo sábado. Iremos los del grupo y tú no podías faltar. ¿Te hace?
—Sí. Por supuesto, ¿a qué hora? —preguntó mientras sacaba del estuche un bolígrafo y anotaba en una agenda la fecha marcada.
—Pues nos vemos el próximo sábado a las ocho enfrente de la estación de Charing Cross.
—Genial.
—¡Hasta el sábado!
Tras colgar, terminó de anotar el punto de encuentro. Tenía aquella manía de apuntarlo todo en la agenda, como si se fuera a olvidar de algo en cualquier momento. En algunos aspectos, Spencer era muy organizada.
Agradecía la llamada de su amiga, necesitaba despejarse y retomar el contacto con ellos. Invertía demasiado tiempo pensando en sus días en Richroses. ¿Pero cómo no hacerlo? Cada día que pasaba era más extraño que el anterior. Empezaba a temer por su salud mental. Todo el mundo era muy extraño allí, o por lo menos, todos los que se le acercaban lo eran. Para bien o para mal.
No podía sacar de su cabeza lo que sucedió el pasado día, cuando descubrió a Dalia y a Wells en aquella situación tan comprometida. Empezaba a dudar si debía intentar hacer las paces con ella, sentía que se estaba metiendo en un berenjenal sin querer. Agradecía que el fin de semana estuviera de por medio, aliviaba un poco la tensión, aunque no iba a dejar de ser incómodo regresar a clase el lunes.
Recordó la pintada que leyó en la puerta de los baños y pensó si alguien más sabía acerca de ello. Sospechaba que Parker sí, pero él no iba a entrar al servicio de mujeres a escribir nada.
Pobre de ella si continuaba dándole vueltas al asunto.
*
Una apacible melodía inundaba cada rincón de la segunda planta de la mansión Rimes. Procedía de un piano de cola negro, perfectamente cuidado y sorprendentemente antiguo. Sonaba Chopin: Nocturno en mi menor, Op.72 No.1. Los dedos de Bruce bailaban sobre el piano dando vida a aquella obra triste, la cual reflejaba ese mar de sentimientos que se hallaba en su interior: ese mar muerto desde hacía largo tiempo.
El sonido de la puerta hizo que frenara sus dedos, deteniendo también la melodía.
—Adelante.
Su habitación fue abierta por Dana, el ama de llaves. Vestía un uniforme gris y llevaba su cabello recogido por un perfecto moño, jamás quedaba un solo pelo suelto. Algunas canas se asomaban por los laterales de su cabeza cuando las raíces se dejaban ver, marcando de nuevo el ciclo del tinte.
—Lamento interrumpir, joven señor —comenzó a hablar desde la entrada del cuarto—. Su padre ha llamado, dice que volverá en dos semanas —Bruce hizo una mueca de repulsión, como si recibir noticias de su padre no fuera motivo para ser interrumpido—. También ha llegado una carta de su hermana para usted —anunció extendiendo la carta con una leve reverencia.
Al escuchar la palabra «hermana», su expresión cambió drásticamente y en sus ojos se reflejaron destellos de ilusión. Bruce repudiaba a su padre, pero adoraba a su hermana. Agarró el documento con cortesía, denotando agradecimiento a la par que respeto hacia la empleada de su familia.
—Gracias, Dana.
La mujer inclinó la cabeza en señal de respuesta y abandonó la estancia, cerrando de nuevo la puerta tras de sí.
Bruce se sentó de nuevo sobre la butaca del piano. A su hermana le encantaba enviar cartas. Él siempre le decía que vivía en el siglo pasado y que usara el teléfono cuando quisiera comunicarse, pero en el fondo le encantaba recibir aquella correspondencia. Se había convertido en una emoción similar a la de un niño en Navidad, aunque él poco conocía dicha sensación.
Estuvo analizando el sobre con detenimiento y acto seguido, abrió la carta con sumo cuidado, como si se fuera a desvanecer por hacerlo un poco más rápido. Reconoció la caligrafía al instante. Antes de leer, analizó el papel. Era una de sus manías, también culpa de su hermana, pues siempre usaba uno diferente y siempre con decoración en los bordes.
"Querido Bruce:
¿Cómo estás, hermanito? Aquí hace un tiempo fantástico, como siempre. Cada vez queda menos para terminar la carrera, aunque a padre no le haga gracia. Me encanta pintar, lo último que he hecho ha sido un paisaje del Sena. Creo que ha quedado muy bonito, me gustaría enseñártelo. Lo único que se me resiste son los retratos, no termina de convencerme mi estilo. Estoy segura de que cuando vaya harás tú de modelo, ¿a qué sí?