La sonrisa del Diablo

Capítulo 27: Un gusto terrible

Este capítulo quiero dedicárselo a Carolina Diaz Sierra por su apoyo. ¡Muchísimas gracias!

 

Un gusto terrible

 

Dejó caer el peso de su cuerpo sobre la cama, hastiada. Necesitaba un segundo de paz; un instante para pensar. A veces no comprendía por qué la gente podía ser tan cruel. Le sorprendió la personalidad manipuladora de Shirley y le pareció increíble que fuera capaz de llegar a lastimarse solo para llamar la atención de Bruce.

De sus compañeros de instituto, por otra parte, poco se extrañaba ya. Eran y serían siempre de lo peor.

Contuvo las ganas de llorar. En unas horas sería la hora de cenar y estaba convencida de que, si terminaba de derrumbarse emocionalmente, no podría parar. Fue a darse una ducha, se puso el pijama y bajó al salón con su familia.

Esperaba distraerse con ellos.

Su madre tenía entre las manos el folleto de una pizzería cercana. No solían ir a comer fuera ni tampoco pedir a domicilio, porque Barbara trataba de ahorrar todo lo posible desde que perdió el trabajo. Supuso que no tendría ganas de cocinar aquella noche.

—Spencer —dijo al verla—. Vamos a pedir pizza. ¿Te apetece?

Su estómago rugió. Lo cierto era que no había comido con todo aquel problema y pensar en llevarse un trozo de pizza a la boca lograba animarla.

—Sí, claro. —Se acercó a mirar el papel del menú.

Su madre pudo ver en aquel momento los arañazos de su cara.

—Oh, por Dios. ¿Quién te ha hecho eso? 

La joven se llevó la mano la zona dañada.

—Nadie.

Barbara puso los brazos en jarras.

—Por favor, no me digas que te has vuelto a caer por las escaleras porque ya no me lo creo.

Recordó que le puso aquella excusa el día en que extendieron el rumor de que había mantenido relaciones sexuales con hombres mayores.

—No te preocupes, mamá. —Apartó la mirada.

—¿Se meten contigo? ¿Te están haciendo eso tus compañeros de clase? —Estaba preocupada.

—Ha sido una compañera por un malentendido a la hora de comer.

—¿Quién? —Comenzó a levantar la voz. Su cara se tornaba roja de la furia que la estaba envolviendo—. ¡Mañana mismo voy a tu instituto a hablar con tus profesores y a cantarles las cuarenta! ¡¿Qué clase de educación les dan a sus hijos allí?!

—¡No! —Aquello sería incluso peor. Su madre no conseguiría nada sin un buen fajo de billetes—. Ya he hablado con los profesores que tenía que hablar —mintió para tranquilizarla mientras hacia un gesto con las manos para que pausara los gritos—, y mis amigos me están ayudando. No te preocupes, de verdad.

La mujer la observó fijamente con la respiración agitada y el ceño fruncido.

—Pero, ¡¿cómo no me voy a preocupar?!  —retomó su indignación—. ¡¡Mira cómo te han dejado la cara!!

—Lo sé, lo sé. Te juro que si vuelvo a tener problemas hablaré contigo —insistió—. Pero de momento está todo bajo control.

Barbara se quedó pensativa, dudando de si confiar en que su hija le contara si volvía a tener problemas o no. Finalmente, resopló.

—Está bien. —La apuntó con su dedo índice—. Más te vale que acudas a mí o te juro Spencer Turpin que encima te castigo.

Una amenaza contundente. Cuando quería podía ser aterradora.

—Sí, mi capitán.

Poco después llegó el pedido. Cenaron y vieron un capítulo de una serie que les gustaba a todos. Para cuando se fue a dormir, su mente estaba mucho más calmada. Aunque tenía miedo de que Bruce volviera a decepcionarla al día siguiente.

No obstante, cuando salió de su casa aquella mañana, su corazón frenó en seco al encontrarse al pelirrojo acurrucado con la espalda apoyada en un muro de la pared de enfrente. Se abrazaba a sí mismo. Un abrigo cubría su cuerpo y una bufanda su cuello. Tenía las articulaciones de los dedos y los nudillos enrojecidos.

Spencer avanzó unos pasos hasta salir a la acera, donde miró a los lados en busca del coche que conducía Sebastian, pero no había rastro. Volvió a andar en dirección al chico.

—¿Bruce? —El alzó la cabeza; sus orejas y nariz también estaban coloradas—. ¿Qué haces aquí?

—No podía irme sabiendo que te he fallado.

Ella separó los párpados exageradamente, por la sorpresa de aquella declaración.

—¿Qué? ¿Has estado aquí toda la noche? —Asintió con la cabeza—. ¿Y Shirley? ¿No tenías que ir a recogerla?

Negó de nuevo con un gesto.

—Ayer le dije que podía llamar a un taxi si quería.

Spencer sentía que se ablandaba. Se agachó para acaricias las manos del chico con las suyas.

—Estás helado… —comentó y posó su vista en la de él—. Suerte tendrás si no enfermas después de esto.

—Perdóname, por favor —dijo con la voz rota.

La castaña apreció como sus ojos verdes brillaban más de lo normal.

—Me dolió lo de ayer.

—Lo sé. Me he dado cuenta de que no lo hice de la mejor manera. —Hizo una breve pausa y tragó saliva—. Creo que soy mejor persona desde que te conozco. Me inspiras a mejorar. —Ella esbozó una cálida sonrisa—. Haré lo que sea para que me perdones. Si hace falta voy a clase en autobús, como fish and chips todos los días… Lo que sea, te lo juro.

No pudo evitar reír por los últimos comentarios.

—Tranquilo. Solo espero que esto no vuelva a pasar.

—Te aseguro que no.

—No te voy a pedir que dejes de hablar con ella porque no soy de esa clase de persona, pero sufro cuando está cerca de ti.

—No voy a preocuparte más, te lo prometo.

—Pues venga, ponte en pie que hoy te vienes conmigo en autobús.

No protestó, aunque ella sabía que no le gustaba aquel transporte. Comenzaron a caminar en dirección a la parada y él agarró su mano, entrelazando sus dedos.

—Spencer —nombró y ella lo miró—. Te quiero.

 

 

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