La tienda de los cuentos de hadas

Cuentos

 

 

 

 

 

 

 

La pequeña Érika se apartó el largo flequillo dorado de sus ojos para contemplar el reluciente manto rojo que colgaba de la percha de aquella extraña tienda. Había insistido en entrar, sabía que su padre no se negaría. Era su séptimo cumpleaños. Sus hermanas habían mostrado su desagrado, pero no habían protestado, pocas veces podían disfrutar de la compañía de su padre. Por primera vez en mucho tiempo, él estaba presente. Y aunque observó con reticencia la diminuta tienda de la esquina no se había atrevido a desilusionar a su hija. Quería compensarla por todo el año de ausencias. Desde que su madre había muerto dos años atrás en un accidente de tráfico, su padre se había refugiado en el trabajo. Érika tocó suavemente la tela roja y sonrió orgullosa, había encontrado su regalo de cumpleaños. Sus ojos grandes y verdes brillaban de felicidad. La niña no quería apartar su mirada de su preciado regalo.

—¡Papá, quiero la capa roja!

Su padre le había susurrado que podría llevarse cualquier objeto de la tienda. Había sido una elección difícil. Esa tienda era un pequeño tesoro en la ciudad. Tenía cajitas de música fascinantes que llamaban a las hadas con solo hacerlas sonar, un cuerno de unicornio que acudía en tu ayuda si soplabas con fuerza y un simpático enanito de cera que te curaba si caías enfermo. O, por lo menos, eso le había contado el peculiar dueño de la tienda. Ella no estaba tan segura. El extraño bigote que cubría buena parte del rostro del anciano le hacía desconfiar. Tenía la sensación de que se acortaba y se alargaba a su antojo. ¡Y eso no podía ser una buena señal!

—¡Excelente elección! —El anciano de la altura de un bastón se acercó a ella con una sonrisa pícara—. Esta capa, pequeña damisela, perteneció a la mismísima Caperucita Roja…

—¡Por favor, eso son estupideces!

Por primera vez desde que había llegado a aquel mágico lugar, Érika prestó atención a sus hermanas. Lidia la observaba con aires de soberbia. No le extrañaba en absoluto, en los últimos meses su carácter se había agriado. La niña dulce y tierna se había convertido en una quinceañera rebelde y protestona. Sus ojos pequeños se asemejaban a los de un curiel; traviesos y, al mismo tiempo, incisivos. Había recogido su largo y voluminoso cabello en una trenza indomable. Solo su fleco, peinado cuidadosamente a un lado, parecía estar en su lugar. En cambio, Valeria permanecía serena y callada. Jugueteaba tranquilamente con su ondulado cabello trigueño mientras mantenía la mirada perdida en el infinito. Era la mayor de las hermanas.

—¡Caperucita Roja no existió! ¡Es solo un cuento para que las niñas pequeñas como tú no se fíen de extraños! —intervino de nuevo Lidia.

El anciano dueño se volvió lentamente hacia ella sin perder aquella sonrisa enigmática. La chica dio un paso atrás. Debía de estar alucinando. Los ojos del viejo tornaban de color. A pesar de las gafas redondas que usaba, había apreciado el cambio. Pasaban de un azul cielo a un enigmático color violeta. ¡Eso no podía ser posible!

—En realidad, los cuentos escritos surgieron de las leyendas, y estas de un pasado muy lejano donde la magia no era perseguida ni cuestionada. Esta capa posee un poder inmenso, y ayudó a Caperucita a escapar de las garras de los temibles lopiards, mitad humanos y mitad animales. —Descolgó con aire solemne la capa del perchero y ayudó a Érika a probársela—. Este manto rojo dotó a Caperucita del don de la invisibilidad. Así consiguió ocultarse de sus enemigos e introducirse en el castillo…

—¿No tenía que llegar a la casa de la abuelita? —Lidia se encaró al dueño—. Y, además, la capa te queda grande, Érika.

—Eso es porque Caperucita no era una niña, sino una jovencita muy bella y valiente —el anciano rebatía con una amabilidad innata todas las objeciones de Lidia—. Y, ahora, ¡el toque final! Ponte la caperuza con cuidado y experimentarás una sensación increíble. ¡Érika, vas a volverte invisible!

La niña no pudo reprimir su entusiasmo. El anciano hablaba con tanta convicción que no podía dudar de su palabra. Además, estaba ese bigote saltarín que parecía que quería huir del rostro del viejecito y salir por la puerta. Su padre también la animaba. Con sus delicadas y pequeñas manos, comenzó el ritual de colocar la caperuza sobre su cabeza. Cerró los ojos para dar misterio al momento y contó hasta tres. Después abrió uno para comprobar que todo seguía en su sitio y, a continuación, el otro. Consternada, frunció el ceño. No había sentido nada especial.

—Yo puedo veros a todos —dijo tímidamente.

—Claro que tú puedes vernos, pero nosotros a ti no —la aduló el anciano.

—¡Pues yo puedo verte, enana!

—¡Lidia, basta ya! —intervino su padre—. Date otra vuelta por la tienda y deja a tu hermana tranquila. ¡Por Dios, es su cumpleaños!

La quinceañera rechistó en voz baja y se dirigió a las estanterías del fondo. Tenía ganas de volver a casa, tumbarse en el sillón y ver cualquier película que estuvieran dando por la tele. Cualquier cosa menos estar en ese ridículo lugar.

—No tienes por qué preocuparte, pequeña princesa, la capa es muy caprichosa —le oyó decir al viejo mientras se alejaba—. Funciona cuando se le antoja o tal vez cuando crea que estás preparada para usarla.

De reojo, Lidia atisbó la cara de satisfacción de Érika. Desde luego, ese viejo embustero sabía cómo embaucar a los clientes. Vio a su padre arrodillarse junto a su hermana y besarla en una mejilla. Quizá había sido cruel con Érika, después de todo, era su cumpleaños. Desvió su mirada hacia su otra hermana. Valeria seguía ensimismada enroscando un mechón de su cabello ondulado entre sus dedos.

Su paciencia la exasperaba. Aun así, no pudo evitar pensar que su hermana mayor era el vivo retrato de su madre. Había heredado, no solo el peculiar color miel de sus ojos o esa tez blanca que le otorgaba aquel aire de inocencia, sino también ese estúpido gesto de entretenerse con el pelo. Incluso Érika podía presumir de tener el mismo cabello esponjoso que su madre. En cambio, ella lo tenía tan rebelde como encrespado. Sus ojos pequeños y chocolate eran como los de su padre. Ella no poseía ningún recuerdo de su madre. Con cierta distracción, posó su mirada en los extravagantes objetos del estante que tenía enfrente. Estaban colocados sin ningún orden: un libro viejo y polvoriento, una baraja desparramada sobre un trozo de madera, un búho disecado, una lámpara sin bombilla, una seta, la figura de un gnomo travieso, unos zapatos transparentes… Lidia se detuvo en seco. ¡Unos zapatos transparentes! ¿Cómo podía ser posible? ¡Podía ver a través de ellos! Todo aquello era absurdo. Pero eran tan bonitos. ¡Preciosos! Esa era la palabra.



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En el texto hay: fantasia y magia

Editado: 27.11.2020

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