Los tres llegaron a las puertas de Colportor de a pie. Venían envueltos en largos mantos, con capuchas que ocultaban su identidad. El que lideraba el grupo, se acercó a los guardias y descubrió su cabeza para que pudieran verlo:
—Soy Llewelyn— anunció—. Ellos son Alaris y Govannon— presentó a los otros dos—. Venimos de la escuela de las Marismas. El Regente Vianney nos mandó a llamar.
Llewelyn sacó una carta de entre sus ropas y la entregó al guardia, quién comprobó el sello real de Colportor y la devolvió satisfecho.
—El Regente los está esperando— asintió el guardia.
—Bien— asintió a su vez Llewelyn, guardando la carta.
Pero cuando comenzó a cruzar la enorme arcada de la entrada a la ciudad, el guardia lo detuvo con una mano en el pecho:
—Debe dejar su espada con nosotros— le ordenó.
Llewelyn le lanzó una mirada tan feroz como si el otro hubiese insultado lo más sagrado de su vida. Abrió la boca para protestar, pero antes de que pudiera articular palabra, sintió la mano de Alaris en su hombro:
—Tranquilo— le murmuró el director al oído—. No estarás desprotegido, nosotros estamos contigo. Juega con sus reglas.
En un denodado esfuerzo por mantener la calma, Llewelyn cerró la boca, se descolgó la espada y la entregó al guardia.
La última vez que había pisado Colportor, también le habían hecho entregar su espada, y la habían usado luego como prueba para culparlo del asesinato de Helga, la esposa de Vianney. Si no hubiese sido por las rápidas reacciones de su padre y su propia habilidad de teleportación, Vianney lo habría ejecutado con la misma saña que al rey Dresden, quién había terminado sus días colgado del cuello de las murallas del palacio, devorado por aves de rapiña. Dresden había sido un tirano manipulador y cruel, merecedor de su infame destino, pero la brutalidad de su muerte había mostrado que Vianney era tan capaz de cometer indecibles atrocidades como el propio Dresden, y eso no le inspiraba mucha confianza a Llewelyn, especialmente porque, aunque mentalmente inocente de la muerte de Helga, había sido la mano de Llewelyn la que había clavado la espada en aquella mujer. Aún cuando Lug había aclarado la inocencia de Llewelyn con Vianney, el hijo de Lug había juzgado prudente no volver a pisar Colportor nunca más, hasta ahora…
Los tres forasteros avanzaron por la calle principal de Colportor hacia el palacio, bajo el escrutinio curioso de los habitantes de la ciudad. El ambiente de Colportor parecía relajado y amistoso, pero al llegar a las murallas del palacio, Llewelyn no pudo evitar sentir un escalofrío recorriéndole la espalda al ver los rostros adustos y desconfiados de los guardias que flanqueaban la entrada al patio interno.
—No me gusta esto— murmuró Llewelyn a Alaris—. Es mi padre el que debería estar aquí, no yo.
—Tu padre te confió su representación y te dio poder de decisión y acción ante cualquier problema que surgiera en el Círculo en su ausencia— le dijo Alaris—. Y no lo hizo a la ligera.
—¿Por qué no te nombró a ti?— planteó Llewelyn.
—Porque confía más en tu visión y sabiduría para manejar las cosas, Llew. Si él cree en ti, ¿por qué tú no crees en ti mismo?
—No es falta de confianza en mí mismo— aclaró Llewelyn—. Es solo que… bueno, de lo que sea que se trate esto, preferiría no tener que tratarlo con Vianney cara a cara.
—¡Vamos, Llew!— lo animó Govannon—. Pudiste manejar al propio Señor de la Luz cuando ninguno de nosotros se atrevió a contrariarlo. Vianney será pan comido para ti.
—Si aunque sea Liam estuviera con nosotros…— se lamentó Llewelyn—. Él se lleva bien con Vianney y su poder de persuasión no se compara con el de ninguno de nosotros.
—Ten en mente que fue Vianney el que requirió nuestra presencia. Eso significa que él nos necesita a nosotros y no al revés— opinó Alaris—. Así que esta vez es él el que tiene que convencernos a nosotros de algo.
—No lo sé— meneó la cabeza Llewelyn—. Esta reunión sigue sin gustarme.
Llewelyn amagó a sacar la carta de Vianney nuevamente para presentarla a los guardias del palacio, pero los guardias descruzaron las lanzas e inclinaron la cabeza en saludo formal antes de que el hijo de Lug tuviera tiempo de presentarse.
—¡Señores! ¡Sean bienvenidos al palacio del Colportor!— los saludó un hombre ricamente vestido que venía bajando las escaleras principales a toda prisa, con los brazos abiertos y una sonrisa.
Los tres viajeros se dirigieron hacia él, cruzando el patio interno principal.
—Mi nombre es Leber, secretario privado de su excelencia el Regente Vianney— se presentó el hombre, orgulloso de su nuevo título.
Leber había sido el mayordomo del conde de Vianney por muchos años. Su lealtad y su valor le habían valido su ascenso a secretario privado del ahora regente de Colportor. Leber era el único en la corte en el que Vianney podía confiar ciegamente, y era por eso que lo había convertido en su mano derecha para manejar los delicados asuntos del sur.
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Editado: 14.10.2019