La Tríada - Libro 6 de la Saga de Lug

PARTE V: RÍOS DE MIEDO Y CULPA - CAPÍTULO 24

Temprano en la mañana, Lug bajó las escaleras atraído por el delicioso aroma de café recién hecho. Entró a la cocina y descubrió que todos los demás ya estaban allí. Juliana hacía unas tostadas y Luigi estaba haciendo unos huevos fritos, mientras Eduardo tomaba café, concentrado en la pantalla de su computadora portátil.

—¿Quieres unos huevos?— le preguntó Luigi al verlo entrar en la cocina.

—No, gracias— respondió Lug—. Solo algo de café para terminar de despertarme, y tal vez alguna fruta.

—Hay manzanas y naranjas en el refrigerador— le dijo Juliana.

—Gracias— asintió Lug.

Sacó una manzana y se sentó junto a Eduardo. Juliana le alcanzó una taza de café. Lug disfrutó del desayuno con sus amigos con un placer que le hizo olvidar todos sus problemas, especialmente los derivados de la perturbadora conversación que había tenido con Polansky la noche anterior.

—¿Cuál es el plan para hoy?— se sentó a la mesa Luigi a comer sus huevos.

Juliana se sentó junto a él. Todos miraron a Lug, esperando la respuesta a la pregunta de Luigi.

—Le prometí a Walter que iría a chequear cómo estaban— dijo Lug—. Quiero hablar un poco más con Emilia sobre sus episodios de tiempo perdido. Si me lo permite, tal vez pueda desbloquear su mente, ayudarla a recordar.

—Suena delicado, Lug— opinó Eduardo—. Si alguien más le está bloqueando esos recuerdos es una cosa, pero si lo está haciendo ella misma para protegerse, tu intervención podría no ser bienvenida en su mente.

Lug sabía que había intenciones ocultas en las palabras de Polansky, y que lo que en realidad le estaba advirtiendo era que sería mejor que se abstuviera de seguir injiriéndose en los asuntos descriptos en el texto del túmulo. Decidió ignorar por completo las insinuaciones de Polansky.

—Mi intervención no será bienvenida en ninguno de los dos casos— dijo Lug—, pero si ella me da el permiso consciente, al menos puedo intentar llegar hasta donde sus patrones me lo permitan sin ser dañados, disparando algún tipo de imagen, de recuerdo.

—Vale la pena intentarlo— juzgó Luigi.

—Bien, iremos contigo— dijo Juliana.

—Creí que dijiste que no querías saber nada con ella— le retrucó Lug.

—No, lo que dije fue que quería estar informada de todo lo concerniente a ella— lo corrigió Juliana.

—De acuerdo— resopló Lug—, pero trata de no antagonizarla, recuerda que necesitamos ganarnos su confianza para que me permita ingresar a su mente.

—¿Por qué no simplemente la duermes y te metes en su inconsciente sin que ella se entere?— lo cuestionó Eduardo—. Ya interviniste en su mente sin permiso varias veces. Es decir, ya rompiste tus propios protocolos éticos de todas formas— le reprochó.

—Esto es distinto— respondió Lug—. Si intento alterar sus patrones a la fuerza, puedo llegar a matarla.

Polansky quiso preguntarle a Lug si sabía eso por experiencia propia, pero no se atrevió. Terminaron el desayuno en silencio, y los cuatro partieron hacia el bosque en el coche.

Al llegar, fue Lug el que primero bajó:

—Algo está mal— descubrió de inmediato, examinando los árboles—. Esto no estaba así ayer.

En efecto, los frondosos y frescos eucaliptos tenían las hojas amarillentas. Lug tocó una rama y se quebró en sus manos:

—Seco— murmuró—. ¿Cómo es posible?

Levantó la vista y escudriñó el resto del bosque. La mayoría de las hojas se habían caído al suelo, formando un colchón amarillo grisáceo, como si el invierno hubiera atacado el lugar de repente. Pero era más que eso, los árboles no estaban solo deshojados, estaban muertos, todos estaban muertos. Los troncos resecos, blancuzcos, quebrados, muchos caídos.

—¿Un incendio?— aventuró Polansky.

—No hay nada quemado— meneó la cabeza Lug—, no hay nada consumido, no hay cenizas.

—Entonces, ¿qué pasó aquí?— inquirió Juliana.

—Oh, no— murmuró Lug—. Oh, no, no, no— se agarró la cabeza.

Y sin dar explicaciones a los demás, desenvainó su espada y se adentró en el bosque, corriendo a toda velocidad hacia la cabaña de Walter.

—¡Lug! ¡Espera!— le gritó Juliana, pero Lug hizo caso omiso de su llamado.

Con el pecho oprimido por la angustia y el corazón latiendo como un tambor desbocado, Lug corría sin parar entre los senderos cubiertos de hojas y ramas muertas. Trataba de no pensar, trataba de no distraerse con nada que lo demorara. Si no llegaba a tiempo... No, tenía que hacerlo, tenía que llegar... Walter... Walter... Solo un poco más, solo un poco más. Saltando entre las ramas que obstruían su camino, tropezó varias veces y casi cayó al suelo, pero clavó la espada entre las hojas y logró sostenerse en pie para seguir. Ignoró los arañazos en los brazos y en las piernas de las ramas secas que parecían tratar de detenerlo para pedirle auxilio. Ignoró todo, enfocándose solamente en llegar a tiempo... a tiempo...




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