CAPITULI XII
Prudencio llegó a su casa, la entrada estaba prendida, algo que nunca se hacía a no ser que hubiera una festividad. Recordó Prudencio que ese tipo de celebración no se había tenido en la casa hace poco menos de veinte años. Pudo percibir los aromas provenientes de la cocina. Conocía perfectamente ese olor, era carne asada con salsa de tamarindo y papas, su comida preferida, la especialidad de Ramona. Prudencio entró y lo primero que vio fueron barios ramilletes de jazmines y claveles esparcidos por diversas localidades de la sala que también estaba más alumbrada de lo habitual. Cuando entro al comedor, el estómago le dio un brinco, la mesa estaba perfectamente decorada, nunca había visto una mesa tan bien decorada como esa en toda su vida. El mantel blanco de encaje, un recuerdo de la madre de Ramona, el cual nunca quiso usar por miedo a estropearlo, los candeleros con velas rojas encendidas, en el centro de mesa se encontraba el gran y bello jarrón perteneciente a la abuela de Ramona, siempre le decía que pusiera ese jarrón a la vista que era hermoso, algo que su esposa se negaba por si se rompía, teniéndolo cuidadosamente abandonado en un armario. En esos momentos, ese hermoso jarrón se encontraba delicadamente adornado con claveles blancos y rojos. Los platos con bordes de oro y los cubiertos de plata, Prudencio evocó una sonrisa cuando recordó esos utensilios, los había comprado antes de casarse a un mercader que traía artículos del extranjero, le habían costado una fortuna pero quería que su futura esposa tuviera lo mejor. Lástima que esos costosos utensilios una vez fueron regalados a Ramona de una vez los guardó y jamás fueron utilizados. Pero esa noche estaban en la mesa, junto a las copas y el vino que el padre de Ramona atesoró por años y nunca probó. La mesa estaba vestida de fiesta, así como lo estaba Ramona que entraba al comedor con una bandeja de deliciosos entremeses y sorprendiéndose al ver a Prudencio ahí parado observando todo.
—No te escuché llegar querido — Ramona se acercó lenta y tímidamente y le dio un beso. Ella tenía puesto un vestido que Prudencio jamás había visto, era de pana negro, bastante ceñido a su cuerpo y por arriba de la rodilla, algo que tomo totalmente desprevenido a Prudencio ya que Ramona, nunca mostró sus hermosas piernas. Asímismo el prominente escote que dejaba entre ver parte de sus senos, algo que a Prudencio lo terminó de derribar.
— ¿Qué es todo esto Mochi? ¿qué haces vestida así?
— ¿No te gusta? — preguntó asustada Ramona al ver la cara de duda de su esposo.
—Tú nunca te vestiste de esta forma, ni tampoco nunca usaste maquillaje y nunca me esperaste con una mesa así servida; ¿qué si me gusta? Claro que me gusta pero,... a que se debe todo esto.
Ramona miró la mesa buscando un poco de tiempo para encontrar las palabras correctas. Era cierto, ella nunca había hecho esto, ni tampoco se había vestido así, pero algo dentro de ella cambió. Se dice que el ser humano se da cuenta de lo importante de las cosas cuando está a punto de perderlas y Ramona estaba a punto de perder a su amor y no, no podía dejarlo ir sin luchar, sin hacer aunque sea un último intento.
—Quería... tener... una noche agradable contigo. Quiero hablar de nosotros y de lo que nos está pasando y por sobre todas las cosas... quería agradarte. — dijo tímidamente y aguantó el llanto que se asomaba por los ojos.
— ¿Por qué? ¿por qué ahora? — buscaba saber Prudencio, necesitaba saber.
—Se dice que nunca es tarde si la dicha es buena. — fue lo único que se le ocurrió decir a una casi desmoronada Ramona y rogó para que Prudencio aceptara lo que con todo su corazón le estaba ofreciendo, una noche para reconciliar esos tantos años de desgane, olvido y rutina.
— ¿Y qué pretendes con esto Mochi?
—Yo solo quiero... que me regales esta noche. — Las lágrimas de Ramona comenzaron a brotar, lo que hizo que diera media vuelta y se fuera a la cocina. El maquillarse había sido toda una hazaña y no tenía intenciones de que se le desbaratara tan rápidamente.
Prudencio se quedó en el comedor, se sentó sin pensar en su silla, miró la mesa y se preguntó para sí mismo ¿dónde está ahora esa valentía de gritar al viento quiero ser feliz? ¿dónde esta esa seguridad con la que le hablé esta tarde a Violeta? La seguridad de un hombre con un plan decidido y resuelto de llevarse el mundo por delante, con tal de ser feliz. ¿Dónde está ese hombre? ¿puedo de verdad dejar a mi mujer? ¿puedo apartarme de ella y no verla nunca más? ¿tengo el alma lo suficientemente fuerte como para irme sabiendo que la dejaría destrozada? De algo estoy seguro, se decía Prudencio, es que yo no la amo pero... viví mi vida para ella y entones Prudencio, ¿cómo vas a vivir sin ella? Se preguntó a él mismo.
Ramona se encontraba en la cocina, tenía que componerse a velocidad de estrella fugaz, no tenía tiempo que perder, sabía que podía tener una única oportunidad y la iba a aprovechar, pero para eso, tenía que aprender a ser mujer. Sí, aprender a ser mujer, no esposa fiel ni devota religiosa, no la señora de Prudencio que solo esperaba que el tomara la iniciativa, nada más que con el fin de procrear porque así lo decía la biblia. No, tenía que en esa única noche, demostrarle que podía cambiar que podía ser una mujer fogosa pero... ¿tendría el valor?
Ramona salió de la cocina con la carne exquisitamente preparada, Prudencio estaba sentado en su silla con la mirada en blanco, sin darse cuenta siquiera que Ramona ya había puesto la carne y empezado a cortar, la cual se dispuso a servir junto con las papas y los vegetales. Prudencio miró el plato, sabía que no podía probar ni un solo bocado, tenía el estómago contraído y la garganta ahogada. Ramona se sentó en su silla en silencio, dándose cuenta en ese instante que nunca había conversado realmente con su esposo, lo conocía bien, pero al mismo tiempo no lo conocía, era por decirlo de algún modo, un extraño conocido. Ramona tragó saliva al ver su plato, no podía siquiera intentar comer ni un trozo de carne, sabía que se le iba a quedar atorado en la garganta si lo intentaba. Y rogó a Dios, rogó por un milagro en silencio, hasta que pudo decir con una sonrisa forzada.