«En cuanto a la adversidad, difícilmente la soportarías
si no tuvieras un amigo que sufriese por ti más que tú mismo».
Cicerón
PEPA
Santiago de Compostela, 2001
Pepa despidió a la última clienta del día con una sonrisa tiesa y cerró La mandrágora celta antes de las ocho. Aquel día había escuchado más historias sobre infidelidades, intervenciones quirúrgicas y problemas mentales de lo habitual y, como consecuencia, tenía la cabeza a punto de explotar. A veces la gente olvidaba que aquello no era un consultorio: se colaban por la puerta y echaban allí la tarde, escupiendo penas y maldiciones, robándole un tiempo precioso antes de marcharse acuciados por una súbita prisa sin comprar nada. No es que le interesara especialmente el tema económico, pero tampoco le vendrían mal unos ingresos extraordinarios para dejarle a Vicky un negocio en condiciones cuando ella faltase. En todo caso, lo que más le molestaba era que llevaba un tiempo experimentando una incómoda sensación de apatía. Echaba en falta las burbujitas en el estómago que le producían aquellos tiempos lejanos en los que el riesgo extremo satisfacía con creces la sed de su espíritu errante. En todo caso, eso ya daba igual. Debía aprovechar que estaba sola para poner en orden sus asuntos, sobre todo los legales.
Se dirigió al arcón donde guardaba sus «cosas que no quiero que nadie vea ni toque» y pronunció una plegaria de agradecimiento antes de girar la llave de plata labrada que mantenía a salvo su contenido. Un orfebre había tallado las flores que la adornaban, una por cada encantamiento que servía para cerrar el arcón. Era una obra de arte de exquisita factura que custodiaba día y noche entre los pliegues de su escote.
Removió varios objetos polvorientos hasta que dio con un viejo saco de arpillera, el envoltorio perfecto para esconder aquello que debía pasar desapercibido. Deshizo el nudo que lo cerraba y contempló con reverencia el preciado huevo alquímico, una pieza de obsidiana pulida que Lucifer había legado a Victoria. Esta había insistido en que fuese Pepa quien lo protegiese, dada su aversión hacia los objetos esotéricos. Por supuesto, la bandolera no lo tocaba jamás, salvo las noches de luna llena. Solo entonces lo sacaba con infinita precaución para sumergirlo en agua recogida de siete fuentes y fortalecer así su poder. Solo esperaba no equivocarse con lo que estaba a punto de hacer, pues una vez iniciado el proceso, estaba prohibido volverse atrás.
Cogió una tiza blanca y trazó un amplio círculo sobre el suelo de la trastienda, repasando cuidadosamente los puntos de unión entre los tablones de madera para evitar fugas de energía. Se sentó en el centro, prendió una vela negra y pronunció ciertas palabras con el huevo entre sus manos.
No podría decir cuánto tiempo transcurrió desde que experimentó los primeros síntomas de ahogamiento hasta que abrió los ojos en un lugar al que solo se podía acceder cuando uno estaba muerto.
Tumbada sobre un suelo de mármol, ante sus ojos se desplegaba un espléndido fresco cuyos protagonistas, un puñado de íncubos y súcubos escoltados por una horda de criaturas infernales, miraban hacia abajo con ojos suplicantes. Ocupaba todo el techo y se extendía más allá de lo que alcanzaba a ver. Sonrió al hallar en él la confirmación de que había llegado a su destino; solo esperaba conservar la destreza requerida para regresar.
Se levantó trabajosamente y arrinconó todos sus miedos antes de enfilar el estrecho corredor, donde una nube de azufre y polvo acariciaba unas paredes atestadas de inquietantes retratos. Miradas perturbadas, sonrisas temblorosas y cabellos de rastrojo custodiaban el larguísimo pasillo. Las ventanas estaban tapiadas con tablones de madera y entre sus huecos se adivinaban los colores desvaídos de las magníficas vidrieras. Pensó que era una lástima que nadie las disfrutase, una muestra más de la esencia del ser que habitaba aquel lugar: aplastaba lo hermoso y amaba lo horrendo. Claro que, desde un punto de vista espiritual, ¿acaso había un amor más elevado que aquel que repudiaba lo bello en favor de lo pobre?
El corredor desembocaba en una estancia ocupada por dos criaturas pertenecientes al mismo mundo, pero separadas por la losa de la jerarquía. Se centró en la más poderosa, aquel ser atemporal, temido y odiado por más de medio mundo, que en aquellos momentos mataba el tiempo jugando con un puñado de marionetas rescatadas de algún anticuario. Su siervo revoloteaba a su alrededor con aire complaciente, ansioso por satisfacer todos los caprichos de su amo.
Editado: 07.12.2022