Katherine miró la hora en su Smartphone oculta entre las sábanas: eran las diez y cuarto de la noche del 5 de enero de 2019.
«Ya casi es la hora», pensó temerosa y excitada.
Al presionar con fuerza ciertas áreas de sus muslos y sus nalgas, aún sentía dolor allí donde su padre la había marcado con el cinturón de cuero el primer día del año nuevo.
«Menos mal que en esta ocasión lo cogió por la hebilla», recordó. La otra vez la había golpeado con el lado de la hebilla y le había reventado las tiernas carnes. Su padre no entendía que de esa forma no solucionaría nada.
Se levantó con máximo cuidado, procurando que el colchón no hiciera el menor ruido. Se zafó el pijama por la cabeza y se puso las zapatillas. El resto de la ropa ya la tenía puesta: una falda corta y una blusa escotada. Sabía que a Sebastián le gustaba eso.
Precisamente recibió un mensaje de texto de su novio:
Ya estoy llegando.
Katherine le respondió que ella también ya iba de camino. Abrió la ventana, que mantenía bien engrasada para esas ocasiones, y saltó afuera. El aire gélido de principios de enero la recibió con un escalofrío.
«Si tuviera sentido común, me habría puesto una chaqueta ―pensó―. No —se corrigió—, si tuviera sentido común estaría durmiendo y no escapando de casa como una vulgar ladrona.»
―Tú no eres una ladrona, eres una puta ―dijo una voz que reverberó en su cabeza provocándole un nuevo escalofrío.
Katherine trastrabilló y miró a las otras ventanas de la casa. Al principio pensó que era su padre quien la había descubierto. Si era él, la paliza de esta ocasión sería de leyenda. Pero no había nadie en ninguna ventana, solo la silueta de su casa de una planta, iluminada por las farolas de la calle.
«¡Por un demonio! ―maldijo a la amarillenta luz. Había aprendido esa frase de Sebastián―, si papá se asoma a una ventana me verá sin dificultad.»
Pero no era su padre lo que más la preocupaba en esos momentos, estaba segura de que alguien le había hablado, y sin embargo ahí no había nadie. Coligió que lo que debería hacer era regresar a su cuarto y echarse a dormir.
Lo que hizo fue caminar a la calle.
―¡Ves como sí lo eres! ―de nuevo la voz.
Katherine se detuvo y volvió a mirar a los lados. Se cubrió con los brazos para paliar el frío que de pronto era gélido. Por más que miró no vio a nadie. No se atrevía a preguntar quién estaba allí por miedo a que su padre la escuchara. Porque de algo había cobrado absoluta certeza: no era su papá quien le hablaba con voz fingida para gastarle una broma cruel.
«Papá no tiene sentido del humor, ni siquiera de humor negro.»
Y tampoco podía ser su madre. A esas horas ella estaría en su casucha de Las Cruces, con sus piernas entrelazadas con las del bastardo por quien los había abandonado. «Es cierto que papá le pegó un par de veces, pero fue porque ella lo engañaba». A veces pensaba que por eso él la golpeaba también a ella, ya que, de alguna manera, Katherine también lo engañaba, y su padre lo sabía.
Amor, ya estoy aquí.
Otro mensaje de Sebastián. El texto la terminó de convencer y salió a la calle. De allí siguió por Sexta camino de Cedro, tres manzanas atrás de Alah, en zona 2, que era donde Kate vivía.
Sebastián ya la estaba esperando. Eso la emocionó. Sintió un leve cosquilleo en el estómago y un pequeño tirón en la entrepierna.
Durante el corto trayecto no dejó de echar ojeadas a los lados y atrás; tenía la sensación de que algo la observaba, aunque no sabría decir qué, solo que no era algo que le deseara nada bueno.
Para alejar el miedo repentino, pensó en su novio.
Conocía a Sebastián desde hacía tres meses, o algo así. Y eran novios desde hacía dos. Aunque ella solo tenía trece años, no era el primer muchacho con el que tenía sus arrumacos, pero sí el primero que le hacía sentir cosas que hasta ese momento eran desconocidas para su juventud. También era el primero que le pedía que se escapara por las noches para estar más tiempos juntos, solos.
Desde luego, Katherine no era ninguna tonta. Sabía lo que el muchacho quería. Él tenía diecisiete años y era más que probable que ya hubiera tenido sexo, que era a donde quería llegar con ella, algo que Katherine aún no veía claro. Pero quizá esa noche, si la desarmaba como la última vez…
Porque la última vez había estado a punto de ceder. Se habían besado largo rato, haciéndose mimos y caricias. Él había tendido una manta en el suelo, bajo los cedros en los que se reunían y la había acostado sobre ella. Le quitó la blusa, le subió el sostén y le besó uno de sus pezones. Con su mano derecha le acariciaba las piernas, subiendo poco a poquito, buscando ese tesoro entre las piernas que nadie había descubierto…, fue cuando su celular empezó a sonar; era su padre. De manera que se puso la blusa con prisa y corrió a casa.
Su padre la esperaba en la diminuta sala.
―¿Sabes por qué te golpea tu padre?… porque eres una puta.
Volvió la vista a derecha e izquierda, pero ya sabía que allí no había nadie.