La voz

4

Los amigos iban a pescar. Con suerte, conseguirían atrapar alguna mojarra o un guapote, aunque lo más probable era que solo consiguieran algunas pepescas. Daba igual, bastaba con que se pudieran dorar en la sartén; no eran vanidosos. Cualquier presa que llenara el estómago era bienvenida. Además, no era tanto por lo que pudieran pescar, sino lo mucho que les gustaba ir al Arroyo. 

Era temprano todavía, pero por ser domingo, encontraron ya mucha gente en las orillas del ramal. En realidad, el arroyuelo se llamaba Nacimiento de la Montaña, pero todos le llamaban simplemente Arroyo o Nacimiento.

La gente llevaba sus lavaderos de madera o, si eran de las madrugadoras, tomaban posesión de las grandes piedras para después ponerse a lavar los cestos de ropa.

Doña Cecilia, la madre de Luis, a veces iba ahí; también doña Araceli, si bien esta última tenía una lavadora de gran potencia, no obstante, le gustaba compartir con el resto de las comadres.

Cristian y Luis obviaron la hilera de matronas que se preparaban para hacer la colada. La chiquillada ya andaba revolviendo las cristalinas aguas y las muchachas ayudaban a las señoras a preparar todo.

Ambos muchachos no dejaron de echar una ojeada a las jóvenes más bonitas. Pero siguieron de largo, sabían que era una pérdida de tiempo quedarse tonteando por allí para verlas otro rato; los ojos de las matronas los observaron con gesto severo a su paso.

Se detuvieron hasta que dejaron de oír el bullicio de las lavanderas, en un claro que todo mundo llamaba el Tamarindo, por el enorme y nudoso árbol que hundía sus gruesas raíces en el agua, al borde de un pequeño bosquecillo por el que el Arroyo ascendía hasta llegar a los cerros donde nacía. De ahí hacia arriba eran los únicos puntos donde se podía pescar, además de que el agua siempre estaba límpida e invitaba a todo aquel que quisiera darse un chapuzón.

Si a uno le gustaba pescar y quería atrapar una buena presa, tenía que ir al Subín o más allá de este, aunque para ello tenías que tener cuerdas más grandes, arpones y hasta un cayuco. Ni Luis ni Cristian poseían lo uno ni lo otro. Claro que si se lo proponían podían conseguirlos, no obstante, para qué ir a un río de aguas turbias y malolientes cuando podían ir al cristalino y apacible Arroyo. Es cierto que la pesca no era la misma, pero no iban ahí por supervivencia, sino por placer.

Mientras comentaban lo linda que era la muchacha que llevaba el vestido rojo, se sentaron en unas raíces grandes y nudosas del enorme tamarindo, y empezaron a desenrollar las cuerdas. Luis también buscó su teléfono para poner un poco de música. Fue en ese instante que Cristian vio movimiento a su izquierda, tras unos matorrales.

―Hay alguien allí ―susurró a Luis.

El muchacho dejó de buscar música en su celular y miró hacia donde indicaba Cris. Durante un momento no pasó nada. Nada se movió, ni ellos ni el arbusto. Cuando parecía que nada iba a ocurrir, que Cristian había sido engañado por el reflejo del agua, el arbusto se movió otra vez.

Ambos chicos se pusieron de pie de un salto y se miraron interrogativos. Cristian fue el primero en ir a ver. Luis lo siguió a tres pasos de distancia.

Titubeó al momento de asomarse por los matorrales. De pronto tenía la sensación de que nada de lo que allí había le concernía de manera alguna. Tuvo la fuerte premonición de que, fuera lo que fuera, no tenía que ver con él, y que únicamente le acarrearía problemas. Durante un momento absurdo incluso pensó que tras el arbusto le esperaba un lagarto, que había ascendido desde el Subín, listo para echársele encima.

Al final, se armó de coraje y se asomó cauteloso sobre la maleza.

Si efectivamente un lagarto se le hubiera echado encima, no se habría sorprendido menos.

Tras los arbustos había una muchacha.

De entre la de cosas que pasaron por su mente, lo que menos esperaba hallar era a una chica.

La joven tenía los ojos llorosos y desenfocados. Su falda de muselina, muy corta, y su blusa, estaban manchadas de sangre. El cabello, negro y ondulado, estaba alborotado de modo que parecía un nido de pájaros, con restos de hojas y ramitas incluido. Daba la impresión de haber pasado la noche allí.

Y estaba asustada. Muy asustada.

«¡Sangre! ¡Está cubierta de sangre!», fue lo que más alertó a Cristian. No quería pensarlo, pero el pensamiento vino a su cabeza sin que pudiera evitarlo: «¡La violaron!»

―¿Estás bien? ―preguntó.

«¡Qué pregunta tan estúpida! Claro que no está bien.»

La joven se quedó mirándolo, como si no acabara de comprender la pregunta. Peor aún, como si temiera que Cristian estaba allí para continuar lo que fuera que le habían hecho. La joven miró a Luis y abrió los ojos como platos, se arrastró un poco, más aterrada si cabe.

―¡Eres Kate! ―exclamó Luis. Cristian lo miró interrogativo―. La conozco, vive en calle Alah, en la zona 2.

―¿Son amigos?

Luis meditó un instante, después se encogió de hombros.

―Luego te cuento cómo la conocí ―musitó a los oídos de Cristian. Después se volvió a la muchacha―: ¿Qué haces aquí, Kate?

La muchacha se arrastró un poco más. Su de por sí corta falda se trabó en una raíz, levantándosela un buen trecho y dejando a la vista sus braguitas rojas. Luis volvió la vista a otro lado, Cris levantó la mirada a los ojos de la chica; ella no se dio cuenta.




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