María Solomon no fue capaz de ver algo hasta que todo hubo terminado. El Antiguo estaba demasiado ocupado con los chicos y los Cazadores como para prestarle atención a ella, a pesar de que lo llamó con ahínco. Tentada estuvo de intentar hacerlo volver a la fuerza, pero nada garantizaba él éxito, amén de que al Antiguo no le iba a gustar nada. ¿Y para qué pensaba llamarlo después de todo? ¿Para confesarle su miedo? ¿Para que la ayudara a buscar a los chicos porque creía que algo estaba pasando con ellos? Eran tonterías suyas.
Si Elliam no regresaba era porque se estaba ocupando de las anclas.
Así que esperó impaciente, el miedo corroyéndola con desesperante lentitud. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué tenía tanto miedo?
El Antiguo regresó poco después de las siete de la noche. Estaba furioso.
―Los Cazadores necesitarán de tus habilidades curativas, Bruja ―le dijo desde la estatuilla, provocándole un sobresalto―, ponte en camino.
Preguntó qué había ocurrido y en dónde estaban, pero el Antiguo ya se había ido. Para estar atrapado en una fea estatuilla tenía mucha libertad para ir y venir.
«Es mi culpa ―pensó, buscando su botiquín con hierbas, drogas, pomadas y vendas―. Yo le ayudé a obtenerla, solo así me podía ayudar. Y es la máxima libertad que pienso darle… un poco más de independencia y se libraría de mí. No importa ya, mañana lo tendré atado y bajo mi poder. ¡Y qué poder! ¿Entonces por qué tengo tanto miedo?»
Elliam volvió con ella cuando salía del poblado. Llevaba la estatuilla en el bolso que descansaba en el asiento del copiloto.
―Estarán bien ―dijo, su voz sonaba más calmada que antes, aun así, María tuvo la sensación de que ocultaba algo―. El que peor está es el Sapo, tiene contusiones por todo el cuerpo y unas costillas rotas. Lo dejaremos listo para mañana.
―¿Qué ocurrió? ―preguntó la Bruja―. Hasta ahora no sé nada. Solo me diste órdenes y nada de contexto.
Elliam se lo contó. Sabía lo de los dos chicos bajo el puente, de modo que localizó a los miembros de la banda que más cerca estaban y los envió a darles un buen susto. No debían matarlos, el objetivo era lograr que se separaran, que tuvieran tanto miedo que no se atrevieran a verse de nuevo.
―¿Les diste órdenes a los Cazadores? ―María estaba sorprendida, también asustada― Tus poderes están creciendo, Elliam. Conversar con la banda, ¿qué será después?
―Mis poderes son los mismos ―contestó el Antiguo―, pero ellos han estado tanto tiempo cerca que ahora puedo tocarlos. No converso con ellos, no como lo hago contigo.
No dijo más sobre el asunto. Se limitó a contar lo que había ocurrido. A medida que contaba, la piel de la Bruja se erizaba. Nunca se había considerado valiente, pero lo que el antiguo contó parecía tener un trasfondo aterrador. No le asustó que dos muchachos apalearan a los suyos, lo que le daba miedo era la sospecha de que algo más había estado con las anclas. A ratos creía que lo tenía, que sabía lo que había detrás, y al instante siguiente desaparecía como un soplo de viento. Eso solo la dejaba más aterrada.
―Lo que los tendría que haber separado terminó uniéndolos ―concluyó la Bruja con voz trémula.
―Fue una mala jugada de mi parte ―concedió Elliam―. No soy tan fuerte para controlarlo todo. Nunca los vi venir. Ahora es tarde para intentar algo más, y los Cazadores aún tienen qué hacer.
―¿Interferirán? —quiso saber la Bruja—. Los chicos…
Elliam calló durante un buen rato.
―Si los dejamos en paz, talvez no… Saben que algo va a pasar, y que eso los incluye a ellos. Pero ya no tienen tiempo, en un día no harán nada.
―Ojalá tengas razón.
El Sapo y Ojosrojos estaban acostados en dos esteras, en el otro cuartito de la cabaña. Estaban cubiertos de sangre y magulladuras; el Sapo, además de las costillas, también tenía fracturada la nariz.
La Bruja apeló al poder del Antiguo y a sus habilidades propias y empezó a trabajar. Le pareció raro que el poder de alguien que solo causó terror, muerte y destrucción, también sirviera para curar.
«Bueno, habrá que considerar que es para su propio beneficio y el mío ―reconoció―. Cuando tenga parte de su poder yo podría hacer el bien, ayudar a la gente…» Sonrió ante lo absurdo de su pensamiento. ¿Quién en su sano juicio querría hacer el bien?
Los otros tres miembros de la banda observaron en silencio. No es que estuvieran asustados, sino más bien impresionados. Un grupo de chiquillos casi mata a dos de sus compinches. Hombres curtidos en la calle, capaces de hacerle frente al que más, y habían sucumbido frente a unos niños. Según sabían, los muchachitos se fueron a casa ilesos.
No lo estarían por mucho tiempo. De eso se encargarían después. Ahora tenían que ultimar detalles para el ritual de la noche siguiente. Y debían reunir coraje, mucho coraje, pues les faltaba el sacrificio más grande de todos. Casi no pensaban en él, porque tenían miedo, pero a un día de la fecha escogida, ya no había espacio para que dejaran el pensamiento a un lado.
La noche escogida estaba a la vuelta de la esquina. En lugar de excitación lo que sentían era aprensión y no pocas veces se preguntaron: «¿En qué me he metido?»