―¡Se fue! ―musitó Jennifer al llegar al lado de Jaime.
El Seco dio un puñetazo a la camioneta detrás de la cual había estado la motoneta de la Bruja.
―¡Qué demonios! ¿Por qué se fue? ―dijo con furia.
―No lo sabemos.
La Bruja había dejado de entonar de pronto, ahogó un grito, se llevó las manos a la boca, recogió sus cosas y salió disparada al exterior. Cuando ellos reaccionaron, ya había salido de la iglesia e intentaba abrir el portón.
Y ahora ellos estaban desconcertados. Nadie tenía idea de lo que ocurría. Ni sabían qué hacer a continuación. ¿El hechizo había concluido o no?
―Mi tía no es así ―comentó Amanda a sus espaldas―. Algo debe haber ocurrido.
―¿Qué cosa? ―demandó Jaime.
―No lo sé.
―Sea lo que sea, hay que terminar con esto ―dijo José―. Terminemos como habíamos planeado y vámonos a casa. Es noche, estoy cansado y acabo de mutilarme… mierda, es cierto. Pues nos vamos a la Guarida y que allí nos atiendan las chicas.
―Dejemos toda esa mierda allí y vámonos a casa ―propuso Jaime, molesto.
―No sabemos lo que ocurrió…, podríamos echar a perder el ritual y todo el tiempo de planeación ―hizo ver Jennifer.
―¿Todavía crees en esa mierda? ―espetó Jaime.
Y Jennifer se dio cuenta de que no.
Sentía un hueco en alguna parte de su ser, un vacío inexplicable que la hacía sentir aturdida. Por un momento incluso se mareó y tuvo que sostenerse del hombro de Jaime para mantener el equilibrio.
«Hace rato estaba lleno», se dio cuenta. Pero ya no lo estaba. Sentía como si en ese hueco hubiera estado toda la convicción necesaria para realizar lo que estaban haciendo. «¿Y qué rayos es lo que estaba haciendo? —se preguntó—. ¿Un ritual para obtener vida eterna? ¡Qué carajos! Eso no ocurría ni en las películas. Pero la Voz era real —meditó—, y si ella lo era, también lo demás. ¿O no?»
―¿Se sienten diferentes? ―preguntó.
―Aturdido ―respondió Ojosrojos.
―Furioso ―añadió Jaime.
―Se supone que no tendríamos que sentirnos así ―dijo el Sapo.
―No sé lo que estábamos haciendo. ¿Por qué me mutilé el dedo? ¿Qué locura pasaba por mi cabeza? ―quiso saber Amanda.
La sobrina de la Bruja puso voz a las dudas de los demás. Tenían conciencia de todo lo que habían hecho, desde el sondeo que realizaron para elegir a su ancla hace un año, hasta el hechizo que se vio interrumpido abruptamente al salir pitando la Bruja. Lo que no entendían era: ¿Cómo se habían dejado embaucar para participar en un ritual que era a todas luces una quimera?
¿O no lo era?
―Terminemos con esto de una buena vez ―propuso el Sapo―. Somos los Cazadores, ¿no? Y los Cazadores no dejan evidencia. Hagamos lo que había que hacer, y después… después ya veremos. —Se encogió de hombros—. Después de todo, el cura y su corte no despertarán hasta mañana.
Al final, todos asintieron y regresaron al interior de la nave de la iglesia.
Mientras seguía al resto, Jennifer creyó escuchar una voz aguda que llamaba a alguien. Por absurdo que pareciera, le sonaba a la voz de su prima. Miró al Seco, que aún parecía molesto, miró a la niebla, donde no vio más que bruma. Se encogió de hombros y caminó tras los otros.
En efecto, la voz aguda pertenecía a Kimberly Belrose, que, desde antes de distinguir el cuerpo a media calle, sabía que se trataba de Cristian. Erick también gritaba “Cristian, Cristian”; le pisaba los talones a la muchacha.
Apenas se habían conocido unos días atrás, pero el vínculo afectivo entre Elegidos era el de una amistad cultivada durante muchos años.
El muchacho estaba tendido en calle Jesús, vuelto hacia arriba, los ojos cerrados. Tenía el aspecto pálido de un cadáver. Kim no había visto nunca un cadáver, no obstante, sospechaba que el aspecto de Cristian era el de uno.
Al mirar al muchacho bajo aquella luz la joven soltó un grito agudísimo, que hizo creer a los vecinos que esa noche, tal como sospecharon desde que la bruma empezara a cubrir las calles, los espectros y fantasmas cabalgaban entre la niebla.
Kimberly llegó junto al cuerpo inerte de Cris, se acurrucó a su lado, e hizo un gran esfuerzo para no volver a gritar. Erick exclamó bajo, con el rostro demudado.
―¿Está… está…? ―No se atrevía a pronunciar la palabra “muerto”.
La joven empezó a llorar, a la vez que musitaba una retahíla de incoherencias entre las que apenas se distinguían los: “No puede ser. Está muerto. Que no lo esté. Dios mío. Oh, Cristian…”
Cogió con torpeza la mano izquierda del chico, todavía tibia «no fría como en un muerto», y se la llevó a la mejilla.
En esos momentos la mano de Cristian tembló; aparecieron Katherine y Luis a sus espaldas.
Cristian abrió los ojos, azules y brillantes, febriles.
Vio cuatro rostros desconocidos flotar sobre su campo de visión. «Desconocidos no ―se dio cuenta―. Son mis amigos». Les sonrió.