La madrugada del lunes 21 Cristian tuvo una pesadilla.
Caminaba por una calle de terracería y el miedo lo roía por dentro. No sabía qué hacía ahí. Era una calle de Aguasnieblas, probablemente de alguno de los barrios, uno que desconocía.
La calle estaba envuelta en un manto de niebla. No de la niebla que provenía de río Subín y de las Montañas de la Niebla, que era blanca, sino de una más siniestra, gris, casi negra; le recordaba al humo de los neumáticos al ser quemados.
Otra peculiaridad onírica e inquietante era que no estaba en contacto con la bruma, sino que permanecía en medio de una especie de cúpula invisible de unos diez metros de diámetro. El interior del domo estaba despejado, pero tras las fronteras invisibles de este, aguardaba la bruma gris, acechante.
El miedo no provenía solo de la bruma, sino también de algo que ocultaba esta, que se antojaba de un horror indescriptible.
Cristian permaneció inmóvil, mirando a su alrededor. Cayó muy pronto en la cuenta de que era un sueño. La noche anterior había llovido a mares, en cambio, el suelo que pisaba en esos momentos estaba seco; además, esa bruma no podía ser real, ni aún en Aguasnieblas, la ciudad de las brumas.
Al lado derecho había un almendro de anchas hojas y las ramas cortadas en capas. Bajo el árbol había un montón de piedrín para construcción y otro tanto de arena; se miraba la esquina de la construcción que estaban levantando. Más allá, todo era bruma gris.
En el lado izquierdo se veía un cerco con postes de tinto y alambre de púas. Frente a él habían levantado dos columnas cuadradas de concreto, en medio de los cuales habían instalado una verja de metal. De la puerta partía un caminito de piedra que conducía a la casa; de la casa no se veía nada, quedaba oculta por la niebla.
Ni el almendro ni la verja entre las dos columnas de concreto tenían algo de inquietante, entonces, ¿por qué aquel miedo?
«Es por lo que hay detrás de la bruma», se dijo. Cuando pensó esto, la bruma pareció condensarse, se tornó más negra, como si fuera a solidificarse, se cernió un poco más a su alrededor, como si tuviera conciencia, como si fuera una gran conciencia que quería verlo morir.
La bruma empezó a cerrar el cerco. Cristian empezó a experimentar una sensación de claustrofobia. Y de pronto supo que si la niebla lo alcanzaba iba a morir.
Estaba en medio de un círculo de unos diez metros, con lo que tenía cinco metros despejados en todas direcciones. Estos cinco metros pronto se hicieron cuatro, desapareció la esquina de la construcción; tres y medio, tres, solo se veía la verja, del caminito de piedra, nada; dos y medio.
El pánico se apoderó de Cristian. Los oídos empezaron a dolerle, como si estuviera muchos metros bajo el agua, y cada vez dolían más, como si siguiera descendiendo. Pero no descendía, era la bruma que se solidificaba, presionando, encerrando, asfixiando. Se olvidó de que era un sueño y empezó a temer de verdad. ¡Iba a morir!
La bruma, negra por completo, siguió cerrando el cerco, solo que ahora era más lenta. «Es como si esté luchando ―pensó Cristian―. Empuja con todas sus fuerzas contra algo. ¿Contra qué? ¿Contra la claridad en la que estoy?» Fuera lo que fuera, tenía la certeza de que la bruma luchaba. Casi la imaginó con los nervios saltados como los forzudos del Hombre más Fuerte del Mudo.
Lenta, pero inexorable, la bruma siguió cerrando el cerco. Los oídos de Cristian zumbaban, casi a punto de explotar. El muchacho ya había soportado lo suficiente: empezó a gritar.
De pronto, a sus espaldas se abrió un túnel de claridad; día en medio de la noche. Era su oportunidad. Se echó a correr tapándose los oídos. A sus espaldas escuchó un grito, un grito impregnado de absoluto miedo y dolor, ese grito lo impelió a correr más rápido.
Despertó jadeante, con el rostro perlado de sudor, en medio de la oscuridad de su habitación. Por un momento creyó que esa oscuridad era la bruma solidificada que se le venía encima. Al reconocer el mobiliario de la habitación empezó a calmarse.
Volvió a dormirse, pero sus sueños fueron inquietos. Afortunadamente no volvió a soñar con la bruma ni con ese grito agónico que lo hizo correr más de prisa si cabe.
Mientras se dormía, su subconsciente le dijo que no tenía que huir del grito, sino correr hacia él. Al despertarse, había olvidado esto último.