La voz

14

―Es aquí ―señaló Kimberly.

―¿Cómo lo sabes?

Era la mañana del viernes 25 y llevaban alrededor de diez minutos dando vueltas en las manzanas de calle Caoba, Davinci y Norte, cerca del límite oriental de zona 3. No sabían exactamente en qué calle había muerto Brandy, pues todos los rumores lo colocaban en un lugar distinto, y a veces ni siquiera coincidían en la zona.

Alguien llegó incluso a decir que la muerte de Brandy ocurrió en Sayaxché y que el monstruo lo había transportado por el río Pasión corriente abajo y que luego había remontado el Subín hasta dejarlo en Aguasnieblas. Pese a tal disparate, la mayoría coincidía en que el lugar de los hechos era zona 3, en la calle que vivían los Corvis.

―Reconozco la moto ―explicó Kimberly.

Se detuvieron enfrente de la casa. Era de dos plantas, no muy grande. Estaba pintada de color rosa. «¿Significa esto que quien lleva los pantalones es la mujer?», se preguntó, divertido. Si bien no entendía por qué se formulaba pregunta tan absurda.

―¿Qué te da risa? ―quiso saber la muchacha con una sonrisa ladeada.

―Nada. Recordaba el chiste de Frijol y Tortilla de esta mañana.

Kimberly frunció el ceño y examinó la moto aparcada frente a la casa.

―Roja y Suzuki ―meditó―. Sí, tiene que ser esta.

―Bueno, pues adelante.

Se bajaron y Kimberly llamó a la puerta con los nudillos. Como en la mayoría de hogares nieblenses, el timbre era un artilugio desconocido.

Mientras esperaban, Cris meditó en que no tenía ni idea de cómo encarar la situación. Le parecía de mala educación llamar y preguntar a la chica Corvis como si nada qué había visto la madrugada del jueves; parecerían dos chiquillos fastidiosos. Tampoco podían ir con la cantaleta de que sus vidas dependían de ello. Por eso había llevado a Jennifer, seguro que entre chicas se entendían, por más que una fuera una adolescente de dieciséis o diecisiete años y la otra una niña entrando a la adolescencia.

«Por eso y porque te gusta estar con ella». Miró hacia otro lado, avergonzado. Su mirada se topó con una cabeza sobre la malla metálica, a un costado de la casa.

―Hola ―saludó la cabeza de la chica―. ¿Buscan a alguien?

―Samanta, ¿verdad? ―aventuró Kimberly, que fue hacia la chica.

―Eh, sí, ¿Kimberly Belrose?

―Para serviros, my lady.

Kimberly cogió los vuelos de su vestido e hizo una parodia de reverencia. Samanta se rio y Cristian torció el gesto sin entender nada.

―¿Por qué hiciste eso? ―quiso saber Cristian, confundido.

―Por el libro ―señaló la mano izquierda de Samanta.

La joven sostenía un libro en la señalada mano, con un dedo más cerca del principio que del final marcando la página. Llevaba el cabello suelto y unos lentes de montura negra; las patillas se perdían entre la espesa cabellera azabache. Era una chica bastante guapa. «Quizá por eso no me fijé en la portada del libro». El título era un tomo de Canción de Hielo y Fuego, esa famosa serie de libros de la que hacían una serie de televisión.

―¿Los has leído?

―Solo los primeros tres, papá no me ha dado dinero para pedir los otros.

―Si quieres te los presto. Tengo Festín de Cuervos y estoy leyendo por segunda vez Danza de Dragones.

―Me encantaría. Puedo leer Festín mientras tu terminas Danza de Dragones.

―Lo mismo había pensado.

―Tienes que venir a casa y revisar los libros que tengo para devolverte el favor.

―Un día de estos.

Cristian se rascó la cabeza, sin entender por completo lo que estaba sucediendo. ¿Qué posibilidades había de que dos amantes de la lectura en un país poco amante de los libros coincidieran?

―¿Y el chico guapo quién es?, ¿tu novio?

Cris sintió arder las mejillas.

―¿Eh?, no, solo somos amigos, vamos al mismo colegio.

El muchacho sintió una punzada de decepción.

―Pues apúrate que te ganan ―dio un suspiro―. ¡Lástima que ya tenga novio! Pero bueno, supongo que no vinieron para hablar de libros y novios.

―No, en realidad no queremos molestar, pero es necesario que sepamos lo que ocurrió la otra noche…

―Sobre el chico que murió atropellado, supongo —Samanta hizo un gesto de hastío.

―Sí. Te prometo que no es por puro chisme, en serio nos interesa mucho.

―Solo porque me caíste bien ―sonrió―. Pasen.

Abrió una puertecita lateral y los invitó a sentarse en torno a una mesita circular colocada debajo de un árbol de mango. Se estaba muy fresco allí. La mesa estaba cubierta por un montón desordenado de hojas, una laptop y algunos libros de estudio.

―Estaba haciendo tarea, pero me ganó las ganas por leer un capítulo del libro ―explicó―. Y perdón por el desorden.

Cristian se preguntó si había una frase más trillada que el “perdón por el desorden” por parte de un anfitrión. Él mismo la había utilizado infinidad de veces.




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