El Seco estaba solo en la Guarida. De común acuerdo se había decidido que la Guarida nunca estuviera desierta, de manera que se turnaban para pernoctar en ella. Esa noche le había correspondido a él.
Se vio arrancado de sus sueños por el aullido desesperado de los perros. Pocas veces había escuchado algo así. La sensación que tuvo fue que lloraban por algo. Muy a su pesar sufrió un escalofrío.
Se vistió con prisas y cogió el revólver sobre la cómoda; algo le decía que podía necesitarlo. Cuando buscaba el arma a tientas, no quiso prender las luces para no alertar de su presencia en la casa a los vecinos, sus dedos chocaron con la máscara de león. Recordó que esa misma tarde la había subido a su habitación, sin estar seguro del por qué. En ese instante se le ocurrió que era para ese momento. Se la colocó y bajó al primer piso.
Hizo el recorrido despacio, pues en el interior la negrura era total. Tropezó con un escalón que casi lo hizo caer, pero se sujetó de la barandilla a tiempo. El aullido de los perros empezaba a decaer en intensidad. Al momento de acercarse a la ventana de la sala para espiar el exterior, la jauría había hecho completo silencio.
Por un momento, mientras se asomaba a la ventana, se sintió desorientado. Se preguntó qué estaba haciendo. ¿Había bajado enmascarado y arma en mano por el aullido de unos perros? ¿En qué lo afectaban unos canes a él?
Entonces vio la sombra que se colaba por la puertecita del portón de entrada. Lo primero que sintió fue miedo; pensó que se trataba de la policía que iba a por él y los demás. Tentado estuvo de levantar el arma y empezar a disparar; si de algo estaba seguro era de que no quería terminar en la cárcel.
La sombra cerró la puerta, se deslizó un trecho por los muros de concreto de tres metros de altura; después se quedó mirando en dirección a la casa.
«¡Ladrón!», pensó Jaime y sintió cómo la rabia y la indignación reverberaban en su interior. «Un ladrón tratando de robarle a los Cazadores. ¡Habíase visto algo tan indignante! Ahora debe estar decidiendo qué ventana romper para meterse. ¡Anda ven, que te descargaré el tambor en los sesos, malnacido!»
En esos momentos no cayó en la cuenta de que él no se indignaba ni enrabietada con facilidad. En los más de los casos era un tipo frío y calculador.
Tres minutos después, la sombra seguía pegada al muro y Jaime esperaba tras la ventana. En ese lapso nadie se había movido un solo centímetro. Pese a la calma, el Seco continuaba molesto y dispuesto a descargar el revólver sobre la humanidad del ladrón.
La sombra se movió por fin y empezó a deslizarse de nuevo hacia la puerta. Se iba a marchar.
«Oh no, nadie viene a la Guarida y se marcha así como así.»
El Seco abrió la puerta y fue a por él.
*****
Benny escuchó la puerta abrirse a sus espaldas y el miedo lo recorrió en una corriente gélida que empezó en la coronilla y descendió hasta la punta de los dedos de los pies. Se apresuró a abrir la puertecita y se lanzó a la calle.
En los pocos minutos que estuvo recostado contra la pared de aquella propiedad sintió igual o más miedo que cuando estaba en la calle. Sencillamente se le antojó que estaba en la morada de algún monstruo. Pensó que esa noche estaba muy sugestionable, pero el miedo continuó allí.
Así que al momento de salir a la calle había decidido regresar al auto y a casa, al diablo con Rocío. Ya le diría que fueran a un hotel y a la mierda si no quería. Había tantas chicas que morían por Bernardo Rivas.
Se lanzó a la calle como alguien que se ahogaba coge el salvavidas: desesperado. No vio ningún monstruo al otro lado, ni le importaba; con monstruo o sin monstruo lo que haría sería correr hasta ganar el auto.
Tras él vio que la puerta se abría y una sombra emergió a través del vano.
Era de noche y las luces de las lámparas en las esquinas estaban lejos, de modo que no tendría que haber podido ver la cabeza del sujeto, pero la vio, y lo que vio fue una cabeza de león, horrible y salvaje, con las comisuras manchadas de sangre y los ojos cargados de hambre voraz.
Soltó un leve chillido y se echó a correr. Una sombra fue tras su estela.
En la manzana siguiente, cuando su perseguidor pasaba bajo la amarillenta luz de una lámpara, Benny se volvió. Durante un instante fugaz le pareció que se trataba de un monstruo horrendo con forma de león. De existir los hombres-león, como decían que existían los hombres-lobo, sin duda aquella sería una de sus formas más horrendas.
La ilusión duró una milésima de segundo. Pronto el horrible monstruo cedió su lugar a un tipo alto y flaco que se cubría el rostro con una máscara que representaba a un león.
Benny nunca supo que si ya no siguió mirando al monstruo fue porque el antiguo estaba muy ocupado manteniendo en la mente del Seco la idea de matar. No era tan fuerte para hacer varias cosas a la vez. No todavía.
«Matar, matar, matar», pensaba Jaime, y la idea era tan fuerte que no se planteaba abandonar la persecución bajo ninguna circunstancia.
Poco más adelante Benny tropezó con una piedra, cayó y se golpeó una rodilla. Se incorporó al instante, pero ya no pudo correr con soltura; se había hecho bastante daño. El tipo enmascarado empezó a recortar distancias.