«¡No! —se lamentó Jaime, incrédulo ante lo que había hecho—. Los demás me van a matar. Estoy tan cerca de la Guarida.»
Se había cegado durante unos minutos; lo había cegado el deseo de matar al maldito muchacho que había osado colarse a la Guarida. Lo peor de todo es que había olvidado el silenciador, con lo que el disparo resonó casi como una bomba en la quietud de la noche. Los vecinos empezarían a asomarse a las ventanas. Estaba claro que nadie se aventuraría a ayudar al herido, pero verían y hablarían.
«¡Y yo hablando del Sapo! ¡Y resulta que soy todavía más imbécil!»
Llegó hasta donde estaba el joven, que seguía gritando y pidiendo auxilio, en una patética exhibición de coraje humano.
El muchacho se volvió al oír sus pisadas y abrió la boca cuando el Seco apuntó con el arma. Se proponía gritar más que nunca; Jaime disparó antes de que tuviera tiempo. Sus gritos podían alertar igual o más que sus disparos.
Primero pensó en huir y dejar el cadáver ahí, sin importarle lo cerca que estaba de la Guarida. Pero entonces vio el auto rojo, fuera del radio de luz, más no lo suficiente para resultar invisible.
No había visto el auto por esos rumbos nunca, de manera que no podía pertenecer más que al muchacho muerto a sus pies. Todavía podía arreglar la situación. Buscó en las bolsas del muerto hasta dar con un llavero del que pendían cinco llaves; la del auto era inconfundible.
Haló al chico por la manga del pantalón y lo arrastró quince metros hasta llegar al coche. No fue consciente del reguero de sangre que el cuerpo de Benny dejaba en un surco irregular. Lo subió al asiento del copiloto y condujo hasta dejar el auto a un costado de parque Central.
Diez minutos más tarde se preguntaría porqué fue a tirar el cadáver al parque, habiendo tanto monte a los alrededores. Negó con la cabeza, era demasiado tarde para remediar el problema.
Hizo el recorrido de vuelta a pie.
*****
Ismael Barrientos, que al igual que todo el vecindario fue despertado por la cacofonía perruna, estaba sentado en una banqueta de madera en el corredor de su casa. La mayoría de vecinos se enroscó entre sus sábanas y siguió durmiendo; otros se santiguaron y otros permanecieron alertas, pero sin atreverse a abandonar la seguridad de sus lechos.
De todos, solo el viejo Ismael se atrevió a salir. Tenía ochenta años y ya poco le importaba lo que pudiera ocurrirle a él o al mundo. Sin embargo, los aullidos de los perros lo llenaron de curiosidad.
Sus articulaciones habían protestado al levantarse de la cama, renqueó despacio hasta la puerta y de allí a la banca. No tenía mucho de haberse sentado cuando vio al muchacho salir a la luz de una lámpara. Después oyó el disparo, tenue debido a la sordera que venía arrastrando desde que cumplió setenta; pese a ello, no le cupo duda sobre lo que significaba.
Vio al chico caer. El disparo y la caída del chico lo asustaron, aunque nada fuera de lo normal. Había vivido lo suficiente para saber que chicos como ese morían a diario por minúsculos problemas.
Lo que lo asustó fue el tipo que apareció con un arma en la mano. Vestía vaqueros y un chaleco gris sobre una fina camisa roja; la máscara representaba a un león aterrador. Ismael tuvo la certeza de que bajo la máscara había un monstruo todavía más aterrador que los leones. Peor aún, estaba seguro de que después del chico el hombre iría a por él para evitar dejar testigos.
Ya muchas veces se había orinado en la cama, incluso una vez en esa misma banca en la que estaba sentado, pero esa fue la primera vez que le ocurrió estando despierto.
Al final, el enmascarado subió el cuerpo del muerto a un auto y se lo llevó.
Ismael permaneció largo rato despierto, mirando el surco rojo mate que iba de una esquina del cruce a la otra. Estuvo así hasta que la calidez de sus fluidos desapareció por el frío de la noche. Se levantó y se fue a la cama, convencido de que mañana tendría una gran historia que contar.
De lo que no se acordaba es que ya se estaba volviendo senil.
*****
Si Rocío hubiera estado atenta mirando la calle a la espera de su novio, habría visto las dos sombras salir de la casa que quedaba casi enfrente de la de sus padres. Tras enterarse al día siguiente de lo que le ocurrió a Benny, habría hecho las conexiones pertinentes y podría haber dicho a la policía de dónde salieron las sombras. Probablemente habrían allanado la morada y quizá capturado a alguno de los Cazadores o a todos.
Muchas cosas no habrían ocurrido de haber estado Rocío atenta.
En cambio, estaba enfurruñada con el celular en la mano, enviando mensaje tras mensaje, tomándola contra el novio que por qué no llegaba todavía, sin saber que el infeliz corría no muy lejos de allí para salvar la vida.
Desde luego, esos mensajes los encontraría la policía al siguiente día en el teléfono celular de la víctima, y Rocío sería sometida a interrogatorio, aunque de ello no se sacarían demasiadas pistas.
El interrogatorio sería lo fácil, lo duro y vergonzoso sería la reprimenda de sus padres.
Si Rocío no cayó víctima de la ola de terror y muerte que empezaba a desatarse en Aguasnieblas, en buena medida, fue por el fuerte castigo y encierro al que se vio sometida por parte de sus progenitores.