La voz

22

Gerson Gutiérrez era uno de los muchos habitantes de Aguasnieblas que no tenía ninguna profesión ni tierras para trabajar. Con todo, no se sentía infortunado; tenía empleo con un buen patrón. El mismo patrón le había dado un terrenito a plazos a las afueras de barrio Abandonado, que casi terminaba de pagar. Había hecho su casita, y tres años antes se había casado con una buena muchacha, que ahora estaba embarazada de su tercer hijo. Casi iban de a uno por año, era un buen ritmo; su madre había tenido quince hijos antes de que llegara la menopausia.

Ese día le había entrado la tarde para irse a trabajar. Ya eran las siete de la mañana, pero su mujer lo había mandado a comprar al mercado y eso lo había retrasado. De no ir al Centro, a esa hora ya estaría en la finca y no habría visto cómo retiraban el cadáver del carro rojo que estaba al lado del parque. Todavía recordaba que el rojo de la sangre se confundía con el rojo de la pintura.

Había sido una estampa horrible esa. No podía quitar de su mente la imagen de la cabeza doblada, como cuando te duermes en una silla y la cabeza se va hacia un lado. Pero el muchacho no dormía, estaba muerto. Tenía la sospecha de que tendría pesadillas. La imagen de esa cabeza doblada y el cuerpo flojo y maleable no lo abandonarían en mucho tiempo.

Iba en su vieja bicicleta Vecesa. Dejó atrás Aguasnieblas y enfiló por el Boulevard, que fuera del pueblo ya no se llamaba Boulevard. Él la conocía simplemente como la carretera camino de La Libertad o Flores. Un kilómetro más adelante dobló a la izquierda, por un angosto camino de tierra que lo llevaría a la finca en la que trabajaba.

Le sorprendió ver marcas de neumáticos en el camino. Eran tenues, pues la tierra estaba bien apelmazada por el uso continuo. Durante la madrugada había caído mucho sereno y eso había suavizado el suelo, permitiendo que las marcas fueran visibles.  

No era la primera vez que Gerson veía marcas de neumáticos; su patrón entraba en camión muchas veces cuando iba a ver cómo marchaba todo en su tierra. Y no era el único. El sendero llevaba a otras muchas fincas. Incluso se estaban asociando los que tenían tierras por ese rumbo para echar una carretera de terracería, ya que en la época de lluvias el acceso se tornaba desesperante por el lodo.

Lo que sorprendió a Gerson no fue ver marcas de llantas, sino el tipo de marcas, que correspondían a llantas finas y pequeñas, muy diferentes de la de los camiones y carros de baranda que comúnmente circulaban por el camino. Las marcas pertenecían a un auto pequeño. Pero, ¿quién se metía en un auto bajo en un camino como aquel?

De todas maneras, no le prestó demasiada atención hasta que minutos después le llegó el olor a quemado. Olía a hierbas y madera quemada, pero, sobre todo, olía a carne chamuscada. Hacía más de una semana que no comía carne. La idea de que alguien hubiera dejado quemar algunas lonchas de ternera o cerdo le parecía un desperdicio. No obstante, la saliva se le hizo agua. Olía muy bien.

Más adelante, tras doblar una pequeña curva, vio la mancha negra donde había iniciado el fuego. El círculo quemado tenía más de diez metros de diámetro. Gerson se dio cuenta que alguien tiró algo quemándose sin preocuparse si provocaba un incendio, afortunadamente el verano todavía no cogía fuerza y la maleza estaba verde, lo que había evitado que la cosa pasara a más.

A unos cuatro metros del camino había un bulto renegrido. Por la intensidad de lo negro, se dio cuenta que allí había empezado todo, y a juzgar por el olor, se trataba de algún animal. El olor era agradable, sin embargo, empezó a tener miedo.

Se apeó de la bicicleta y se acercó. Un trozo de madera que aún permanecía rollizo se hizo cenizas cuando lo piso con sus botas de hule número 42.

«A alguien se le murió una res y la vino a tirar aquí ―pensó―. ¡Qué descuidado! Cuando se enteren quién fue… los demás van a estar fur…»

El bulto negro y requemado no se parecía en nada a una novilla, ni a un cerdo ni a un ciervo... no se parecía a ningún animal: ¡era humano!

«¿Y el olor? ¿Por qué el olor es tan apetitoso?» Sus tripas hicieron un escándalo, sufrió un retorcijón y empezó a echar los frijoles que había desayunado esa mañana. «¡El olor! ¡Me parecía tan agradable! ¡Dios mío, he pecado!»

Y su estómago lo echó todo, como si en efecto hubiera comido una tajada del sujeto quemado frente a él.

Gerson era una persona humilde, fiel creyente de Dios, de la salvación y del infierno, y matar era tan malo como fornicar o violar. «¡Tan malo como el canibalismo! ―su mente lo traicionaba― Pero yo no comí, ni probé, solo pensé… ¿No has oído que el pecado empieza con los ojos y la mente?»

Cuando terminó de echar las tripas miró a su alrededor, aterrado. Aterrado de que se enterraran de que había encontrado agradable el olor a carne humana, y aterrado de que el culpable de la incineración de aquel pobre estuviera por allí, esperando a una nueva víctima. A su mente vino el chico que sacaban del carro rojo, su cabeza ladeada, floja, sin vida. De pronto esa cabeza muerta era la de él.

Estaba resultando una mañana de lo más aterradora. Se dio la vuelta para salir del círculo negro. Debajo de todo había una vara que no había terminado de arder del todo, le dio un puntapié sin querer y el otro extremo movió el bulto de lo que había sido un hombre. Todo se desintegró, el bulto perdió forma, convirtiéndose en ceniza. Solo quedaron a la vista unos huesos negros. El esqueleto de la cabeza miraba hacia arriba. Gerson tuvo la sensación de que lo miraba a él, de que lo acusaba por haber pensado que olía apetitoso.




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