La voz

56

Emma y Frank Recinos, padres de Fernando Recinos, se hallaban esa tarde en el corredor de su casa. Los señores guardaban luto. El Instituto Nacional de Ciencias Forenses estaba lejos de confirmar que el ADN del cuerpo que hallaron calcinado a las afueras de Aguasnieblas pertenecía a su hijo desaparecido la noche del viernes 25. Pese a ello, los señores sabían que se trataba de su hijo.

Había más gente haciéndoles compañía: los hermanos de Frank, Gustavo y Saraí, quien en esos momentos preparaba una jarra de limonada en la cocina. Mientras, Frank, sentado al piso, jugando una partida de damas con Norberto, un muchacho de trece años, hijo de Gabriel, hermano de Emma. Gabriel estaba en el patio trasero, cortando los limones del limonero para preparar la limonada.

La familia estaba de luto. El ambiente de la casa era de luto.

Ya habían sido informados de que se había descubierto la Guarida de los Cazadores, los asesinos de su hijo. Nadie fue testigo de la muerte de Fernando Recinos, pero todos daban por sentado que fue asesinado por la banda de enmascarados.

Aun así, ninguno experimentó el deseo o arrebato de unirse a la muchedumbre que iba camino de la Guarida para llevar justicia a los asesinos. Frank y Emma porque eran evangélicos, al menos fue lo que se dijeron en su fuero interior, por ello no podían tomar la justicia con sus propias manos, esos asuntos había que dejárselos a Dios. Pero lo cierto es que les pareció más conveniente quedarse a casa. Se encontraban demasiado abatidos para sentir otro arrebato que no fuera el del llanto y la conmiseración.

Gabriel, Gustavo y Saraí experimentaron un poco de la furia contenida y de la excitación de los que se unían al grupo, incluso el propio Norberto. Más no hicieron por unirse al grupo. Norberto fue el único que manifestó su deseo de ir a ver, y se habría ido, de no ser porque su padre lo sujetó antes de que se lanzara a la carrera.  

Los hermanos de los padres en luto comentarían días después que se habían quedado porque vieron algo en los semblantes de los esposos que los conminó a quedarse.

―Fue como una revelación ―diría Saraí, que asistía a la misma iglesia que Emma―. Vi en su rostro y en sus ojos algo que me dijo “Sara, quédate, algo importante va a pasar y nosotros debemos estar aquí”.

Gabriel y Gustavo, que no iban a la iglesia, dijeron que, tal vez no era una revelación o un aviso divino, pero sí que sintieron el impulso de quedarse. Y se habían quedado.

―En esos momentos, cuando vi el rostro de mi hermano ―comentaría Gustavo―, supe que algo malo me pasaría si me unía al grupo. Y quién sabe, después de lo que pasó, quién sabe si no hubiera muerto. Pero ―aquí vacilaba y sus ojos se anegaban de lágrimas― después de ver lo que ocurrió por quedarnos, con mucho gusto habría ido el primero.

Fuera cual fuera el motivo, la familia Recinos y el hermano de Emma no fueron presa del ardor que experimentó el resto que se unió a la comitiva que iba tras los Cazadores. Lo cierto es que, de no haberse quedado, quizá nada de lo que ocurrió hubiese sucedido al final.

Solo quizá.

Gabriel, quien había terminado de cortar los limones hace rato, estaba en esos momentos acariciando una mejilla de Sara. Tenía treinta y seis años y Saraí solo veintiuno; pese a la diferencia de edades, estaban enamorados. Ella todavía estudiaba la universidad, y él había quedado viudo en 2016, al morir su esposa víctima de la delincuencia que azotaba la ciudad. Después de volver la vista a la puerta para asegurase de que nadie se asomaba, le dio un beso a la muchacha.

―Un día tenemos que decírselos ―dijo.

―Pero no hoy ―replicó la muchacha, que salió con la jarra de limonada, dejando tras ella una vaharada de su perfume.

En el momento que Saraí salía con la jarra de limonada, una motoneta color rojo, en la que iban dos chicas no mayores que su sobrino, se detuvo frente a la casa del otro lado de la calle.

La jarra escapó de las manos de Saraí y se estrelló contra el piso haciéndose añicos. La limonada barrió el piso y llegó hasta el cartón de damas en el que jugaban Gustavo y Norberto, lamió los pantalones de los jugadores que se pusieron de pie de un salto, y llegó hasta los pies de Frank y Emma.

Curiosamente, nadie pareció reparar en la jarra rota ni en el líquido que se esparcía.

Asomó Gabriel tras Saraí, puso sus dos manos sobre los hombros de ella y miró a las dos chicas. Nadie alcanzaba a entender qué los hacía mirar a las chicas con tanta atención, pero de alguna forma empezaban a sospechar que se habían quedado por algún asunto en concreto, y que esas chicas estaban relacionadas con ese asunto.

Solo tenían que esperar.

Eran las 15:35




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