Los dos chorros de agua golpearon a Elliam por detrás, uno en la nuca y el otro en la espalda baja, allí donde medio torso colgaba en jirones. Lo cogieron por sorpresa. No esperaba el contacto húmedo del agua.
¿Cuándo se habían colocado por detrás? Culpa de su debilidad sin duda alguna.
Si esperaban que se apagara, más aún, que muriera, se llevaron una gran decepción. Él estaba deseoso en ese sentido, anhelaba dejar de arder, para que el dolor que lo agobiaba se hiciera más soportable. Pero las cosas no funcionaban así, y el fuego en los cuerpos con los que construyó el suyo continuaría ardiendo hasta su muerte, así lo sumergieran diez kilómetros bajo el mar.
Espero diez, quince, veinte, hasta treinta segundos con el agua empapándolo. Se sentía bien. Ardía en llamas y estaba mojado al mismo tiempo. Una nube de vapor lo envolvió al evaporarse parte del agua. No faltó el que estableció una conexión entre aquel vapor y la niebla por la que se daba nombre al municipio.
Permaneció bajo el agua un rato más, dándose un respiro a él y a la gente que debía morir. Envuelto en una nube de vapor, rearmó su maltrecho cuerpo, devolviendo a su lugar los trozos de piel, carne y hueso que los potentes proyectiles separaran del cuerpo principal.
Recién había terminado cuando el primer disparo lo alcanzó.
¡Maldición! Se había olvidado de los militares de los camiones.
Habían asomado a ambos lados del Boulevard por Decimosegunda y volvían a disparar, esperanzados en que el agua hubiera debilitado al monstruo. Aunque si estaba muerto, mejor que mejor.
El disparo lo espabiló y lo obligo a volver a la carga. Las almas de los que murieron en la explosión de la gasolinera y las ulteriores consecuencias le habían devuelto algo de su poder. Detuvo el flujo del agua y el vapor empezó a despejarse. Mientras, los bomberos accionaban una y otra vez sorprendidos por lo que sucedía. Estaban seguros de que el agua estaba lejos de terminarse.
Elliam introdujo calor en la cisterna y el agua pronto estuvo burbujeando a centenares de grados. La cisterna no pudo con la presión y explotó al cabo de un momento. Los bomberos fueron alcanzados por trozos de metal. Uno murió al instante y el otro todavía sufrió con la lluvia. Porque de pronto caía agua ardiente del cielo. Pero no llovía, era Elliam quien dirigía el agua sobre los pelotones de militares.
Habían disparado, habían destrozado su cuerpo otra vez, pero no podían matarlo, todavía no. Y pronto empezaron a gritar cuando el agua, tan caliente que quemaba como ácido, cayó sobre ellos. Elliam permitió que los gritos lo relajaran. Murieron uno a uno, y sus almas, casi medio centenar, lo revitalizaron.
Vuelta a reconstruir su cuerpo otra vez.
Se permitió mirar el caos provocado. Muertos, autos volcados y reducidos a chatarra renegrida. La gasolinera había desaparecido casi por completo, solo quedaba de ella el techo de chapa que había volado y vuelto a caer en el agujero lleno de cascotes que dejó la explosión; las casas aledañas eran montones de escombros y el fuego se había extendido hasta que las calles pavimentadas hicieron de parafuegos.
Tras él, el chófer de la cisterna (que era primo de el Sapo) estaba achicharrado sobre el volante. En las bocacalles de Decimosegunda los soldados estaban desparramados allí donde la muerte los había alcanzado. Algunos despedían humo y otros sufrían tics en brazos o piernas en un último estertor. Más allá podía sentir el latir de unos corazones que huían. No le gustaba que huyeran, como tampoco le gustaba que lo enfrentaran.
No le gustaba que lo enfrentaran porque los humanos tenían armas poderosas. Ya no podían acceder al brío como en su época, pero lo habían suplido con tecnología.
Y la tecnología era aterradora.
Durante las llamadas Guerras Mundiales había logrado entrever algo de lo que eran capaces de hacer los humanos; si bien en esos tiempos su vista ya no gozaba de tanto alcance, le había bastado. Sabía que tenían armas más poderosas que aquellas ametralladoras. Una de esas armas explosivas, granadas, podría resultar fatal. Y esa era la menos letal. También era consciente de que no tardarían en aparecer. Era por eso que tenía que hacerse cuanto antes con los sacrificios o todo estaría perdido.
Después de aquella exhibición de muerte, la gente tendría que estar loca para no atender a sus demandas. Decidió hablar una última vez.
―Habitantes de Aguasnieblas ―su voz se extendió como una onda expansiva, gélida y ominosa, portadora de una cualidad que encogía los corazones―, me complace comunicaros que su minúsculo contingente militar ha sido destruido. Y no sabéis lo que me divertí matando, uno a uno, sin piedad. Perded las esperanzas de que puedan detenerme con sus insulsos artefactos tecnológicos. Recordad que soy un Dios, y para los dioses vuestras armas no son más que juguetes.
»Y así como murieron vuestros soldados, así moriréis vosotros, a menos que me entreguéis a los chicos. Ya os dije sus nombres. Y ahora os digo donde están: en calle Alah, esquina con Sexta.
»Traedlos y detendré mi mano destructiva. Y hacedlo rápido o podría ser que en una hora sea demasiado tarde.
«Más para mí que para vosotros», pensó.
Calló y se concentró en su alrededor. No sintió ninguna alma en cien metros a la redonda (si no tenía vínculo no podía detectar vida mucho más allá de esa distancia, no así como estaba de débil). Maldijo su mala estrella y continuó avanzando.