Miraron a través del vidrio trasero cómo la bola de fuego impactaba donde un segundo antes estaba el auto. El resplandor los cegó unos instantes y un trozo de cemento, demasiado pequeño como para conseguir arrancarles más que un gritito, se estrelló contra el vidrio.
―No tenemos que alejarnos demasiado ―señaló Luis momentos después.
―Lo entiendo ―asintió Ethan Cáceres.
―¿Es que no le tienen miedo a esa cosa? ―inquirió Araceli.
―Ja, estoy que me cago en los pantalones ―dijo Luis―. Perdón, señora.
Los cuatro estallaron en una carcajada genuina, liberadora, que le restó tensión a la situación.
―Tranquilo, chico. Ethan dice groserías todo el tiempo. Y Cristian también, aunque piensa que no lo sé.
―¿Usted, señor, un licenciado de su reputación?
―Shh, pero no se lo digas a nadie.
―Si es que sobrevivimos esta noche ―la voz de Kimberly fue apenas un susurro.
Ese susurro fue suficiente para que volviera sobre sus hombros el peso de la realidad. El silencio se aposentó en el interior del coche.
―Regrese en la siguiente ―indicó Luis―. Siento que nos alejamos demasiado.
Ethan asintió de manera apenas perceptible.
En esos instantes vibraron los teléfonos de ambos chicos, así como los de los padres de Cristian. Excepto Ethan Cáceres que conducía, los otros tres buscaron en sus bolsillos (la señora Cáceres en su bolso de mano) con premura. Era un sentimiento compartido de que se trataba de algo importante.
―Es de Cristian ―soltaron al unísono.
Luis resumió la situación.
―Encontró el lugar donde enterraron las anclas los Cazadores: en la mismísima iglesia católica.
―¿Qué son las anclas? ―preguntó Araceli. Ethan también se volvió un segundo para mirarlos. Ninguno sabía de qué iba la cosa.
―Es lo que mantiene a ese monstruo en este mundo, si las quemamos, él se irá ― respondió de manera escueta. No dijo morirá, porque no estaba seguro de si ese ser podía morir.
―Entonces vamos a ayudarle ―dijo Ethan.
―Vayan ustedes, nosotros…
Se detuvo a mitad de la frase. Se encogió en su asiento, presa de pronto de un sentimiento de vacío, fatalidad y desolación.
―Deténgase ―gritó.
Ethan frenó.
―¿Qué ocurre?
Buscó la mirada de Kimberly. La chica tenía los ojos llorosos y temblaba. Se lanzó a sus brazos.
―¿Está muerto? ―más que una pregunta era una afirmación.
―Me temo que sí.
―Muerto, ¿Quién?
―Erick, nuestro amigo.
―¿Cómo lo saben?
―Los cinco podemos sentirnos ―explicó Luis con la voz débil, aquejada por la pena y el dolor―. No nos identificamos, pero nos sentimos. Cristian iría a buscar las anclas, Katherine está por allá ―señaló― como distracción, para confundir a Elliam. ―No fue necesario explicar que la Voz también podía sentirlos y saber dónde estaban―. El único que resta es Erick… y es porque murió.
―¡Dios mío! ―musitó Araceli.
―Y eso no es lo peor. ―Luis tragó saliva. ¿Qué podía haber peor que la muerte de un amigo?―. Lo peor es que ahora Elliam es más fuerte. Lo podemos sentir. Ahora puede venir por nosotros.
―¡Bájenos aquí! ¡BÁJENOS! ―chilló Kimberly con voz aguda.
―¿Pero qué dices, muchacha?
―Kimberly tiene razón. No es seguro que estemos con ustedes, Elliam vendrá por nos…
Se interrumpió por segunda vez en menos de cinco minutos. Sintió a Elliam desplazarse. No a por a ellos. No a por Kate. ¡A por Cristian!
―Lo va a atrapar ―hizo Kimberly eco de los pensamientos de Luis―. Va tras Cristian.
La chica sintió que el corazón se le encogía todavía más. «No, a él no por favor». A este pensamiento le siguió una sensación de mezquindad que la hizo sentir sucia y asqueada.
―Debemos impedirlo ―dijo Luis.
Una mirada bastó para comprender que Kimberly había tomado la misma resolución: ¡Cualquier cosa por darle algo más de tiempo a Cristian!
―Si quieren a su hijo, y no quieren que ese ser lo mate, a la parroquia ahora mismo. ¡A la parroquia!
Ethan asintió con brío y aceleró camino de la iglesia.
―Tenemos que compartir la información que nos envió Cristian ―dijo a Kimberly.
La joven asintió. Postearon la información en Facebook y la reenviaron a todos sus contactos en WhatsApp. Araceli hizo lo mismo. La información no podía morir con ellos.
Dos manzanas antes de salir al Boulevard, Ethan frenó de golpe y los chicos dieron contra los respaldos de los asientos delanteros.
―¿Qué pasa?
―Una niña se me atravesó.
La chica en cuestión tiró de una puerta trasera, se metió al auto y gritó.
―¡ACELERE, ACELERE!
Ethan aceleró.
Se trataba de Katherine. No hubo tiempo para palabras, ni siquiera para un saludo. A mitad del Boulevard, la misma Kate gritó que se detuviera. Cuando Luis comprendió lo que la chica pretendía, se desesperó.
―No, no ―se opuso, estiró la mano, pero ya era demasiado tarde, Kate había salido del coche, cerró la puerta de un portazo y caminó por el Boulevard, al encuentro de un Elliam que corría como loco apenas más adelante.
Luis hizo ademán de salir del coche e ir tras su novia, pero la mano firme de Kimberly lo asió con fuerza.
―Ni se te ocurra ―lo amonestó―. Yo me bajaré en la siguiente cuadra y tú en la que sigue. No se lo pongamos más fácil a la Voz.
Luis recuperó el sentido de la realidad y comprendió que Kimberly llevaba razón. No importaban ellos. Solo Cristian y las anclas. Solo Cristian y la única posibilidad de terminar con Elliam.
―De acuerdo ―accedió―. Conduzca a la siguiente cuadra ―indicó a Ethan, como si él fuera el adulto y el otro el chiquillo―. Ahí bajo yo.
Kimberly iba a contradecirlo, temía que Luis volviera corriendo para tratar de salvar a Katherine, entonces vio decisión en su faz, y comprendió que, al igual que su novia, estaba dispuesto a sacrificarse para ganar algo de tiempo para Cris.