Las brisas del mar golpeaban sutilmente la popa del barco, bañando la madera e impregnándola de esos salados pero maravillosos aromas que poseía, no era ninguna señal buena pese al placer que ocasionaba oler lo que parecía tan dulce mañana pues lo que en realidad se escondía en las ráfagas de viento era el dolor de un corazón, o quizá tres, el destino se volvía cada vez tan incierto que sólo ella podría saberlo.
Luis, con el alma partida en mil pedazos y la cabeza llena de pensamientos, reposaba entre las cajas de madera, tratando de ocultarse de aquello que lo atormentaba, queriendo pensar que lo olvidarían como siempre, soñando con morir y dejar esa vida tan vacía que lo hacía sufrir, nadie lo ocupaba y sólo era una pieza más que beneficiaría al capitán Runfo con ese supuesto compromiso. Estaría junto a su musa, su divina preciosa, su mejor amiga, pero más sin embargo sabía bien que jamás podría llegarla a amar, jamás ocuparía ese espacio enorme que su corazón, de una manera inesperada, guardaba para alguien especial, alguien que seguramente jamás llegaría a conocer al casarse con Sofía.
—Andrey ¿dónde estás? —susurraba pensativo—. ¡Te necesito! Necesito una luz, necesito un guía —rogaba en silencio, pero no recibió respuesta alguna.
El joven se cubrió con una de las mantas cerca de las cajas, se sentía abandonado pues desde que conoció quién era en realidad Andrey, éste jamás había vuelto a aparecer, al igual que su escalofriante presencia oscura. Era totalmente invisible.
—¡Eh, Luis! —le llamó una voz fuerte, la cual resultó ser de Mauricio, un joven dieciochoañero, cuyas palabras eran pocas veces escuchadas en el barco pues era una persona reservada y muy sabia.
Luis no contestó y se escondió aún más entre las cajas, esperando éstas se lo tragasen pues no quería que lo viese en plena crisis de nervios y angustia.
—Sé que estás aquí, así que sal de una vez.
—Hola, Mau —contestó gachamente, mientras salía por completo y se sacudía el polvo que se había impregnado en su playera.
—Sabía estabas entre tanta cosa.
—Bueno, ombe, ¿para qué me buscabas?
Mauricio hizo una pausa mientras miraba a la nada, como si pensara en cómo expresar sus palabra.
—Em… pues… hemos llegado al fin a Alib. Estamos por arribar el puerto pero al parecer hoy Adrián está algo indispuesto, así que necesitaremos a alguien que nos ayude allá arriba con las gavias.
—¿Al fin podré manejarlas? —preguntó emocionado pues su sueño siempre había sido dirigir las velas del barco y pese a tener la experiencia, el capitán jamás lo había dejado.
—Sí. Aparte debes lucirte frente a tu prometida —dijo mientras le guiñaba un ojo.
Aquellas palabras no habían sido dichas con maldad, en realidad Mauricio creía que Luis amaba a Sofía pues había sido testigo de detalles y escenas que lo incitaban a pensarlo, cuando realmente detrás de cada gesto y abrazo había una realidad oculta.
Luis fingió una sonrisa alegre y bobamente enamorada hasta que Mauricio se fue, y sólo entonces pudo un enorme suspiro agobiado qué expresaba su verdadero sentir, para después dirigirse a toda prisa a la cubierta con una sonrisa emocionada pues al fin cumpliría su sueño. Subió corriendo como niño pequeño por las escaleras, tomó las cuerdas y esperó las órdenes del capitán. Allá en la cubierta el sol azotaba como si fuese el infierno, todos sí daban gotas grandes pues al parecer aquel día era el más caluroso en Alib y sus alrededores. Luis comenzó a sentir comezón en el rostro, una piquiña insoportable que hizo que empezarán a aparecerle cientos de puntos rojos y molestos en toda su piel expuesta, desde los brazos hasta la cara, su epidermis se volvió un poco rara pero a él no le importó, su alergia al sol se había hecho presente después de tantos años de estar oculto en las sombras de la galería como si fuese un vampiro oculto en su sarcófago. La irritación incómoda trataba de distraerle, pero él, siendo ya todo un hombre fuerte y con una cabellera tan larga y rizada, que brillaba con las gotas de agua salada que caían al chocar con la proa y sus costados, ignoró el malestar y continuó jalando las sogas para mantener todo en su lugar. El capitán Runfo, quien con gozo timoneaba, recibía gritos de alegría proveniente de la gente de Alib.
—¡Paco! ¡Andrés! ¿Ya vieron! ¡El capitán Runfo ha llegado! —gritaba un pequeño que caminaba junto a sus hermanos mayores en el embarcadero.
—¡Chicas, Chicas! ¡Las joyas han llegado! —llamaba una joven de piel morena a las demás del pueblo.
—¡Mira, José! ¡El barco Marrum ha vuelto! —exclamaba entusiasmada una mujer a su marido.
Pronto una gran multitud de personas se encontraban esperando en el embarcadero, apretándose unos a otros. Los clientes sacaban sus bolsas de monedas y los nuevos compradores intentaban colarse entre los de años, con el anhelo de alcanzar una pequeña pizca de aquella mercancía tan buena. Las piedras y joyas que el barco Marrum transportaba eran las mejores del reino y otros continentes, tan brillantes y hermosas que las hacían volverse cotizadas, pero no sólo eso transportaba sino que también tenía las mejores telas de seda, por las que los sastres siempre terminaban peleando, aunque fuese por alcanzar un solo royo de tan majestuosa y suave tela. Junto a la mercancía del capitán se encontraban varias pilas de zarapes tradicionales del lugar, al igual que transportaban algunos barriles de grasa de ballena, con los cuales iluminaban los faroles de las calles y se encendían las luces de las casas.