K A R A
Estaba frente a la estación de tren, sujetándome a la pared de anuncios mientras contenía el aliento. Ya no había quien me persiguiera. Tuve que abandonar el abrigo de pelaje en uno de los contenedores al salir de la Torre de Oro, me sentí un poco mal por haber gastado tanto dinero en él, pero tenía que sacrificarlo para evitar que los soldados prakvares me detuvieran.
Cuando recuperé la respiración, me quité aquella molesta peluca rubia y los tacones de aguja. Almacené todo detrás de las puertas metálicas que daban hacia los contenedores de la estación de tren, y tomé las botas que había guardado antes. Luego, me até el cabello natural oscuro en una coleta y me coloqué una gorra.
La llegada del tren permitió que el aire envolviera a todos los pasajeros que aguardaban en la estación. Caminé tranquila, procurando mantener un perfil bajo, y me sujeté a las barras metálicas cuando estuve dentro del vagón. Por suerte, el viaje era gratuito. Normalmente, los viajes que iban hacia las zonas marginales no tenían costo, pero los que iban de vuelta a la capital si que lo tenían y no eran precisamente baratos.
La velocidad del tren obligaba a varios pasajeros a sujetarse a las barras metálicas con fuerza, pero existía un triste esplendor en sus miradas, cómo si se encontraran atrapados en sus mentes. En aquel vagón, las personas parecían tener una condición estable económicamente, pero no lo suficiente para costear una vivienda en la capital y por ello, la mayoría iban de regreso a sus casas humildes después del fatigoso trabajo. Eran el tipo de personas que debían trabajar duro para mantener a sus familias.
El viaje no me resultó tan largo como parecía. Cuando el tren se acercó a los vislumbres de la zona marginal, me bajé en la primera parada y me dirigí hacia los suburbios más peligrosos de la ciudad, donde residía. Había seleccionado el sitio que menos llamaría la atención de la Corona. Los oficiales no se atrevían a circular por el barrio de Starlock, pues los rebeldes indocumentados aparecían por la zona y se decía que la enfermedad propagaba la mayoría de las casas.
Mi estudio se encontraba arriba de una tienda de artefactos de segunda mano. Trabajaba una dulce señora de sesenta años que siempre ojeaba por las ventanas y conocía a todo el barrio. Las noticias llegaban primero antes que a todos. Holly Wells siempre sonreía al verme. A mí y a Dante nos gustaba dirigirnos hacia ella como la señora Willy, y a ella le encantaba ese apodo, en cierto modo, le recordaba a como le decía su esposo, quién había fallecido hace un par de años por un ataque de rebeldes.
La señora Willy arrastró las cortinas al escucharme y se asomó por la ventana.
—¿Kara? ¿Estás ahí? —Ella era de las pocas personas que conocía mi nombre, aunque no estaba al tanto de los asuntos que llevaba a cabo cuando salía del estudio, y, sobre todo, dentro de aquellas cuatro paredes.
—¿Cómo se encuentra, señora Willy? —pregunté con una sonrisa de lado, ocultando mi rostro bajo la gorra y acercándome hacia las escaleras de mi estudio.
Ella se inclinó más sobre la ventana. Los rayos del sol resplandecían sobre su piel morena.
—Mucho mejor, estoy tomando esos remedios caseros que me recomendaste —contestó—, el dolor de estomago ha disminuido y creo que puedo volver a ser yo misma mañana. Tienes que pasar un día a tomar un té y conversar.
Sufría constantemente de dolores de estómago y cuando me contó sobre el malestar, comencé a preparar algunos tratamientos caseros para ella. El sistema de sanidad no era tan bueno como aseguraba tener la Corona. La cantidad de enfermos en la zona marginal aumentaban y los hospitales se encontraban saturados de pacientes. Había mayor posibilidad de infectarse que curarse en ese lugar. La gente optaba por la medicina natural para tratarse, y por suerte, mi madre me enseñó algunos remedios en caso de las urgencias.
—Me alegro mucho —susurré—, un día pasaré a visitarte y charlaremos.
Esbozó una tierna sonrisa. No tenía nietos, ni hijos, por lo que me consideraba como parte de su familia y a mí me agradaba saber que existía alguien cercano a mi vida. Me despedí de ella y subí las escaleras hacia la segunda entrada. Cuando llegué arriba, me esperaba una puerta metálica con cerradura, pero no llevaba ninguna llave conmigo. Toqué tres veces para hacerle saber a Dante que me encontraba al otro lado.
Él recibió el mensaje y cedió el acceso mediante el sistema eléctrico del cerrojo, el cual podía manipular con la cómoda cercanía de su ordenador. Cerré la puerta a mis espaldas y finalmente, logré liberarme molesta gorra que llevaba en la cabeza.
—Cielos, hace calor afuera. —Hoy hacía más calor de lo habitual. La temperatura de la zona marginal podía subir hasta los cuarenta y cinco grados. Debido al calentamiento global, la zona era la más afectaba en comparación a la élite, donde vivían los privilegiados y el clima era más soportable.
Dante asintió, pero parecía no estar al pendiente de ello. Normalmente nunca salía de casa, preferiría mantenerse concentrado en su ordenador antes de asomar la cabeza por la ventana o darse una vuelta por la primera planta. Entre los dos, a mí era la que me tocaba el trabajo más vulnerable.
Conocí a Dante hace un par de años, era un huérfano a temprana edad después de perder a sus padres a causa de la enfermedad. Nos hicimos amigos después de que me ayudara a robar comida del mercado central de Starlock. Desde entonces, nos hemos apoyado mutuamente. Nos habíamos vuelto uña y carne, trabajando juntos por muchos años. Él era más que un aliado, pues significa mucho para mí. Sin su ayuda, no habría recopilado toda la información que me acercaba a atrapar al culpable que asesinó a mi familia.