Landeron Ii: los límites del mundo

Distancias

«Maldita carta», rezongó Gaderion por enésima vez por sus adentros.

La comitiva avanzaba despacio a través de los estrechos senderos que serpenteaban por las laderas de la Sierra del Ogro. Hacía casi una jornada que se habían adentrado en aquellas inhóspitas lomas, de las que Gaderion guardaba bastante mal recuerdo; pero el vaivén del caballo y el crujido rítmico de los cascos sobre la arena no hacían sino acrecentar la irritación del joven mago.

De reojo, Gaderion observó con resignación el perfil estático de Mel; aquella por la que había abandonado todo en lo que cualquier mago creería. La única mujer que en sus cien años de vida había conseguido enamorarlo sin remedio. Una gadarath. Cabalgaba a apenas dos metros a su izquierda, escoltada por los dos guardias a los que habían enviado con la misiva. Con una altivez inusual, mantenía la vista clavada en el frente y sus ojos oscuros parecían haber perdido todo su brillo natural. Estaba tan seria que su rostro parecía cincelado en mármol.

Su novio suspiró, derrotado. Cuando habían recibido el mensaje, Mel se había alegrado casi tanto como las anteriores veces. No en vano, hacía algo más de siete meses que había retomado el contacto con su madre y, aunque Gaderion no lo aprobase del todo, había enterrado el hacha de guerra con ella en cuanto al asunto de los ogros... Al menos, por la vía epistolar. La prometida visita para aquel año se había terminado posponiendo por diferentes compromisos y, ahora, el mensaje había sido muy diferente.

Al contrario que en anteriores cartas, enviadas mediante tórtola mensajera como era habitual en aquellos pueblos que no dominaban la Magia Superior, algo reservado solo a la raza oriunda de Nekda, en este caso la condesa de Gaemar informaba a sus hijos de un asunto mucho más serio.

Se moría y no parecía existir remedio a su enfermedad.

La reacción de Mel, sin embargo, no hubiese sido la esperada por su novio, dadas las circunstancias. La joven, tras tener que apoyarse en él porque le temblaban las rodillas al conocer la noticia, había resuelto enseguida que debían dirigirse a Gaemar para verla, aunque fuese en sus últimos instantes. El mago de Tierra no entendía por qué; pero, al verla tan descompuesta, por primera vez en su vida, la sinceridad se atascó en su garganta y no fue capaz de decirle lo que pensaba. Se limitó a abrazarla con todo el amor que le profesaba junto a la balaustrada del patio del palacio de Mehyan. Cuando Madia había pasado por su lado, unos minutos después, su novia había parecido despertar de repente y le había encargado a la muchacha que entregase la misiva a Êgan, que en ese instante se encontraba reunido con Aldin.

Gaderion frunció los labios, pensativo, al evocar a la recién proclamada princesa heredera de Gadar, a lo que en principio parecía que nadie se había opuesto. Según habían sabido, después del asalto de Thaeder a Gadar de quince años atrás, exceptuando a los condes de Gaemar, que ya tenían bastantes problemas con los ogros en sus propios dominios, el oscuro asaltante apenas había dejado en pie a un puñado de nobles menores que, si bien habían respondido con educada alegría a la vuelta de su princesa, ninguno se había dignado a aparecer por Mehyan en aquellos meses. Y el joven mago temía lo que eso podía suponer.

Al atardecer del día siguiente avistaron las primeras torres del castillo de Gaemar, situado sobre una loma que dominaba un pequeño valle; cubriendo las llanuras circundantes, campos de cultivo, granjas y pequeños núcleos de casas de diferente nivel social se esparcían con un extraño orden bordeando el río Nidïen, un afluente del conocido como «Río del Vagabundo», por su margen septentrional; este caudaloso río desembocaba ya en el Mar del Sur, entre Gönar y Nekda, pero pocos eran los gadarath que se atrevían a acercarse a su desembocadura por temor a ambas naciones. Solo la fortaleza de Nïedar protegía a duras penas sus orillas a unos cincuenta kilómetros de la desembocadura.

Al menos, meditó el mago, a los ciudadanos de Gaemar no les faltaba un medio de sustento que proporcionaba energía para los molinos, pesca como alimento, riego para sus cultivos y una frontera natural frente a los enemigos.

La pequeña comitiva se desvió entonces hacia el camino del oeste, el que ascendía hasta el castillo por la zona pudiente de la villa; a esta se accedía atravesando una pequeña pero recia muralla de piedra gris clara. Êgan se situó en ese momento al lado de Gaderion y lo interrogó con la mirada. El mago alzó la barbilla y asintió secamente. La convivencia entre los muros de la capital gadarath había logrado que todos los más cercanos a Aldin, incluyendo el hosco mago, desarrollaran un rápido entendimiento sin palabras para comunicarse entre ellos. A pesar de la desaparición de los espectros, la experiencia los había vuelto más precavidos de lo normal. Por ello, en este caso, Gaderion comprendió de inmediato a qué se refería el joven noble de ojos azules.

Las razas de Landeron, salvo su excepcional grupo, eran por norma celosas de sus secretos y su propia identidad. De hecho, el caso de Lar había constituido uno de los núcleos más extraordinarios del continente al erigirse como lugar de asilo de diferentes razas conviviendo en armonía. Muchos lo achacaban a la naturaleza pacífica de los elfos; aunque nadie hablaba, por supuesto, de su indiferencia más allá de la atención primaria que dispensaban a sus súbditos. Ejemplo claro de ello era Lord Karan.



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En el texto hay: fantasia aventura y magia

Editado: 14.01.2023

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