Paso a buscar a Graciela por el estudio, donde se había quedado trabajando hasta tarde. Le aviso por el portero que la espero abajo. Sigue la lluvia, los pocos transeúntes apuran el paso, encogidos bajo sus paraguas. Así debe haber salido ELCOVE del ciber de Avenida de Mayo. Trato de imaginar la palidez extrema del rostro mirándome estupefacto, con una mueca que paulatinamente se va transformando en asco, incredulidad, decepción, cuando le menciono Selección de las Mejores. Quiere hablar pero no le salen las palabras. Finalmente, opta por irse.
Con el envío de la tapa, aproveché para comentarle a JUANO que finalmente podremos vernos las caras, ya que viajo en pocas semanas a Mar del Plata, acompañando a Graciela, que decidió pasar la feria judicial de julio en la paz invernal de su departamento de Varese.
Reconozco que en los temores sobre la característica de mi ejemplar de la dos, sigue pesando la influencia del purismo proclamado por ELCOVE.
No es gratis contrariarlo, tiene sus consecuencias. Puede que no haya retorno, después de lo de hoy. Más de una vez, con alguna discusión menor que hemos tenido, advertí saldos de su enojo en frases insidiosas que disparaba como al descuido. Un chico caprichoso, que se empaca cuando lo contrarían.
Pero esto es realmente grave.
Llego al departamento y encuentro revistas desparramadas en el piso. Inmediatamente voy al escritorio y mi mirada se dirige a las pilas de los estantes, temiendo un saqueo como el sufrido por el CORSARIO en su infancia, pero salvo la pila de numeración baja de Andanzas, lo demás se halla en un perfecto orden, lo que aumenta mi desconcierto. El resto de las del Indio, Correrías y Locuras han permanecido incólumes en los estantes. A medida que voy recogiendo las revistas del piso, advierto que las fotocopias de los primeros números -salvo el dos que le compré a Orestein en la galería de Flores y que había llevado para escanearle la tapa a JUANO- han sido retiradas de sus bolsitas. Las hojas están esparcidas, aunque no rotas. O sea que el vándalo obedeció a un criterio muy preciso, destinado a hacer ostensible su autoría, como un claro signo dirigido a mí, como una referencia a nuestra última discusión.
Por supuesto, nada digo de todo esto a Graciela, que entró conmigo y atribuye el desorden a un descuido de la empleada. Pero sí me digo, ya terminada la tarea de recomponer las páginas, alisarlas, ordenarlas, recién entonces, cuando las restituyo a sus fundas, acomodada la numeración y habiendo corroborado que no falta ningún ejemplar, es ahí que me digo que deberé ponerle un límite conclusivo a ELCOVE.
Tengo en mis manos las cinco primeras Andanzas en fotocopias -incorporada ahora la de Orestein-, compradas hace más de una década, leídas ávidamente en su momento, y nunca retomadas luego. A punto de ubicarlas, algo me remite a ellas, quizá la necesidad de olvidar el episodio que acababa de vivir. Me las llevo a la cama mientras Graciela cena sola porque a mí los nervios y el té de SOADORA me dejaron el estómago revuelto, y me pongo a hojearlas distraído. La revisión de esas revistas en conjunto hace que repare en algunos detalles curiosos, que antes me habían pasado desapercibidos. De pronto, entiendo que todo apunta a una única idea.
Descubro que las Andanzas inaugurales, que recogen episodios publicados en la Semanal o en El Mundo, responden, en su agrupación, a un criterio editorial. Evidentemente al Viejo nunca le interesó la reedición cronológica, lo que queda claro a partir de la número dos de las Semanales, donde decide no continuar la historia de los gitanos, bastándole haber dejado sentado el encuentro definitivo entre el Indio y el que ahí se constituye en su Padrino. Y lo que elige como sentido en los primeros números de Andanzas es la referencia a los orígenes, a la mitología del protagonista. La procedencia y pureza de su sangre. Así, tanto en la uno, “Discípulo del Diablo”, como en la dos, “El misterio de la gruta”, y la tres, “El águila de oro”, aparecen referencias a la dinastía egipcia. Y el Tata como personaje insoslayable, implacable. Siempre de mirada severa, siempre de brazos cruzados en señal de altivez, siempre con las tres plumas emergiendo de la vincha, a diferencia de sus hijos que sólo portan una.
En “Discípulo del Diablo”, el tema es la búsqueda del fémur del buey Apis, secreto de la fuerza de los Tehuelches, y que se halla oculto en la cueva del Tata, cuyo plano se halla grabado microscópicamente en la pata del Indio. La misma cueva donde, en “El misterio de la gruta”, es encerrado el Gurí, alimentándose del antiquísimo hueso, tal como se revela años más tarde (seis, para ser precisos), en la ochenta y tres, “Caldo en dados”, publicada en noviembre del '63. Por otra parte, en el segundo número se agrupan dos episodios, siendo el otro “¡Se casa el Indio!”, el del casamiento impuesto, sumando en consecuencia dos los mandatos del Tata que son transgredidos, ya que en una de las aventuras el Indio libera al Gurí y en la otra reniega, en el último cuadro y frente a la tumba de su padre, de cualquier elección de esposa que éste haya hecho para él, en su mayoría de edad. En cambio, en la número tres, “El águila de oro”, la reliquia del título es finalmente depositada –venciendo las maquinaciones del Chino y el Hindú- en la tumba del antepasado egipcio (nada más ni nada menos que un faraón), tal como el Tata lo ordenara. En la cuatro, “El hombre de las mil caras” adopta la personalidad de aquél, haciendo creer al hijo que resucitó, liberándose del sarcófago donde se hallaba embalsamado. Así ordena regresar al Gurí a la cueva, donde lo confinó porque no profirió al nacer el grito de fuerza de la raza. Obviamente que el simulador, para poder jugar su rol con eficacia, fue suficientemente instruido por el Padrino, quien intenta con el truco sacar del medio al menor, a fin de no repartir la herencia del Indio.