El tallerista conocido de un conocido tiene problemas en conseguir algunos repuestos alternativos, porque los originales son importados y cuestan fortunas. Graciela no admite el argumento para postergar el viaje, de modo que decidimos que vaya ella con el padre, en colectivo, y que yo me sume cuando esté listo el auto. Me tranquiliza no tener que evadir los llamados de JUANO, al que le di el teléfono del departamento de Varese. Por alguna razón, me pesa seguir mintiendo a ese muchacho. Le tendré que escribir, anunciándole la postergación de mi visita a Mar del Plata. De ir, finalmente, no tiene por qué enterarse.
Ahora estoy pensando en completar mi colección de Correrías. La decisión de terminar con el Indio no necesariamente debería incluir su versión infantil. Después de todo fue mi primer amor, descubierto en la panadería de Boedo y San Juan, donde mamá me dejaba, cada vez que debía cuidar a papá, y yo la extrañaba, pero cuando volvía a buscarme, entonces ya no la quería por haberme abandonado. Y si bien asimilaba la imagen de mi primo mayor a la del Padrino, las que abundaban allí eran las del Indiecito. Quizá me diversifiqué demasiado. Tendría que haber restringido mi colección a esas revistas, hasta la trescientos, por ejemplo, para ponerle un número redondo, como hizo Ricardo (a) LOLO, el concitadino. Pero hasta la doscientos, con la reciente adquisición, me faltan nada más que dos números, la siete, “Trampas gitanas”, y la setenta y uno, “Del cielo cayó una tía”. Muchísimas menos que las Andanzas, lo que prueba lo marcado de mi predilección. También debe computarse que en las Correrías, salvo la uno y unas pocas tapas, no hay fotocopias, que en cambio, abundan en las otras. Puedo lograr mi propósito rápidamente, aceptando el ofrecimiento de Ricardo (a) LOLO. Con el tiempo, cuando consiga los originales de esos ejemplares, los iré reemplazando. También los de tapas fotocopiadas e, incluso, si mejoro de fortuna, como se dice en derecho, comprar el original de la uno.
Sé que cuando el concitadino me llamó por teléfono me dejó su número, que yo anoté en un papelito y que Graciela debe haber tirado, como tira todo lo que no hace a su propio interés.
Podría darme una vuelta por El Rey del Dulce, pero no me gusta molestar a la gente en su trabajo. Me parece recordar que en un mail del Club del Indio estaba el número. No abro correos desde la vez en Saladillo, así que voy a aprovechar para ponerme al día, y también avisarle a JUANO que no me espere.
No es necesario. Tengo tres líneas de él: Por fin nos estamos empezando a sacar las caretas, chei. No traigas la dos acá. Voy yo a La Plata. La justicia me reclama.
¿Qué dice? ¿Viene? ¿Cuándo? ¿Quiere que le muestre la dos in situ? ¿Y la alusión a la justicia? ¿Se refiere a mí, apenas un modesto colaborador del estudio de mi mujer? ¿Lo de las caretas, es metáfora de conocernos? Estos chicos no se caracterizan por la transparencia. Ya me aclarará. Aunque la historia de la dos me tiene harto, terminaré mintiéndole -la última mentira- que la canjeé por la Correrías. Le muestro ésa y chau picho, que se conforme.
Encuentro el teléfono de Ricardo (a) LOLO y lo llamo. Lo escucho más acatarrado que antes, y me explica, derribando mi teoría de la voz de fumador, que venía incubando una gripe, que ahora ha estallado con toda la fuerza. No puede encontrarse conmigo, pero sí mandarme las revistas para que las fotocopie, tal como me prometió. Ofrezco ir yo, pero me dice que no me moleste, que es bueno que su progenie se ocupe de algo. Le aclaro que se las voy a cuidar, que omita la dos que ya conseguí, y que se las voy a devolver junto con la copia de “El santo del pueblo”. Él consulta, fuera del teléfono, quien está disponible y me comunica que me las manda con Fede. Le doy mi dirección y arreglo para mañana, cuando Graciela y mi suegro ya se hayan marchado. Prefiero no tenerlos de testigos de mis aficiones, que les resultan marcianas, le comento a LOLO.
Despido a los turistas en la terminal, después de cargar trabajosamente las valijas (mi actual mujer se caracteriza por llevar el guardarropas completo, cada vez que viaja), y me queda tiempo, hasta la cita con Fede, de recorrer casas de fotocopias, para evaluar calidad de servicio y precios. Lo primero resulta fundamental, no es cuestión de hacerlas en cualquier aparato antediluviano, de ésos que hay en los kiosquitos, que tiran hojas pálidas y llenas de manchas. Lo segundo, si bien el gasto no será demasiado significativo, apunta a cuidar celosamente los mil seiscientos que me quedan, que ni siquiera sé si van a alcanzar para el arreglo del auto. Encuentro, cerca de la terminal, un localcito bastante aparente, que reúne los requisitos básicos y vuelvo al departamento, a esperar que Fede, el hijo de LOLO, traiga los ejemplares que me harán conquistar la meta de completar Correrías, aunque sea con fotocopias.
Cuarenta y cinco minutos más tarde de lo convenido, tocan el portero. No anda el intercomunicador, así que bajo rápidamente a abrir, no sea cosa que el hijo de LOLO se vaya ante la falta de respuesta.