Vuelvo al antes en que iba a una escuela extraña, con pibes extraños, y a las calles de tierra, por las que regresaba a mi casa, esperando, temiendo, deseando, que en la puerta se encontrara estacionado un coche fúnebre, que papá hubiera muerto de una vez por todas, a raíz de una de sus sucesivas enfermedades. Yo también me enfermo, quizá me resfrío porque la palangana en la que me lavo la cara todas las mañanas antes de ir a la escuela está en el patio y el agua de la bomba en ella contenida se escarcha en el invierno. O simplemente porque los chicos tienen que enfermarse y estar en la cama varias veces durante la infancia, como yo ahora. Dejo el dibujo sobre la mesa de luz, y el doctor lo ve. Hasta es posible que lo haya dejado a propósito, orgulloso de mi habilidad, para que no tenga más remedio que verlo. Obvio que reconoce el personaje, todos lo conocen, es el Coronel (Capitán en las Correrías). Se asombra de la exactitud de la copia. Elogia mis cualidades de dibujante. Mamá, entre preocupada y orgullosa, aprovecha para quejarse de que me pase todo el tiempo leyendo, en vez de andar jugando a la pelota con los otros chicos. El doctor la tranquiliza, desestima la supuesta rareza insinuada por mamá. Todavía, al menos para este doctor, las ventajas de los deportes en la salud de los chicos no aparecen como discurso. Quizá han pasado demasiados campeonatos infantiles. Quizá este doctor, no tan gorila, ya que hacía una visita a domicilio en un barrio perdido del pueblo, aunque los doctores de antes eran todos así; es posible, digo, que este doctor asocie el deporte con otro militar de nombre sonoro, pero paradójicamente impronunciable entonces. Y no le guste, le suene a fascismo. Sea lo que fuere, yo ya tenía el aval científico para seguir leyendo y no salir a la calle a ver esa realidad que me disgusta, esos pibes tan distintos a mí. Salvo en carnaval, en que, a pesar de las advertencias de mamá, salgo vestido a la vereda, desafiante, con la total convicción que conmigo no se iban a meter, que no me iban a mojar, porque se tendrían que dar cuenta que yo no jugaba con ellos, que era distinto, que mis amigos eran los del centro. Termino entrando completamente empapado y furioso a la casa, porque no advirtieron la diferencia, o la ignoraron, o me atacaron justamente por esa diferencia. Le pido a mamá que me seque, pero no quiero seguir escuchando, mientras lo hace, ¿viste que te dije? ¿por qué ya que estás así, no vas y jugás con los otros chicos?. Me enojo más y me encierro, dando un portazo, dejándola con la toalla en la mano, oyendo todavía: terminá de secarte, te vas a resfriar. Me encierro a leer o a dibujar al Coronel, y es quizá entonces cuando me resfrío y viene el doctor y ve el dibujo.