Sentado.
Más o menos contemporáneamente al dibujo del Coronel, que muestro orgulloso al doctor, y que podría haber sido copiado de la tapa de ”El desertor”, número noventa y tres de las Correrías, y si así fuera hablamos de dos meses antes.
En la puerta de la casa vieja, la del centro.
A la que siempre volvía, aunque ya no viviera allí, y volver me ayudaba a creer que mi casa seguía siendo ésa y no la del barrio apartado de calles de tierra.
En el umbral de la puerta, mirando el asfalto.
Pasando el tiempo de una tarde que ahora puedo ubicar en el preludio de un verano, justamente por la fecha del número noventa y cinco, ”Monaguillo del diablo” (pero entonces, si el Coronel había sido copiado de la noventa y tres, dos meses antes, el resfrío no pudo haber venido de la mojadura de carnaval, ni tampoco del rigor invernal en la palangana escarchada, debe haber sido un resfrío porque sí, nomás).
La noventa y cinco, ”Monaguillo del diablo”, cuya tapa me deslumbra cuando alguien que cruza la calle asfaltada y sube a la vereda y pasa por delante mío sin mirarme, sin advertir siquiera mi presencia, lleva abierta en la mano –sin doblarla en dos, como después haría mamá, aunque yo se lo objetara-.
La va leyendo y desde la perspectiva que me da el estar sentado en el umbral y ser chico veo la maravillosa tapa, y por esa persona desconocida se que salió la nueva, que ya estará en el kiosco, esperándome.
Corro a pedir la plata para comprarla y llego al kiosco de Caram, que está a dos cuadras, y efectivamente la descubro en el revistero. Esa tapa, que con sólo verla fugazmente alcanzó para cambiar el ritmo de una siesta, exhibida ahora en el kiosco de Caram, no sólo confirma mi deslumbramiento anterior, sino que me provoca una trascendental revelación.
Mientras la saco del revistero y me asomo a la ventanita para pagarla, decido que ya no será solamente leerlas sino también coleccionarlas, aunque todavía no manejo ese concepto, juntarlas diría, posiblemente, quizá ni siquiera eso. Conservarlas, tenerlas –ésa era la palabra-, a partir de la noventa y cinco, ”Monaguillo del diablo”, y también desde su contemporánea de Andanzas, la ciento siete, “Platos voladores”. Tenerlas todas. Las anteriores no importan, pasaron, me las prestaron, las presté, las canjeé, desaparecieron, no sé. Pertenecen a una época de preparación. A partir de ahora, no. Que no se escurran, no se usen para anotar, no se pierdan, que no se las lleve nadie.
Es posible que, además de la tapa deslumbrante, esa persona –un adulto-, cruzando de la calle asfaltada a la vereda sin mirarme, con el ejemplar en la mano, leyendo de una manera tan particular, con una abstracción tan profunda, esa persona que no advierte siquiera mi presencia, me haga comprender, a través de la modalidad de sus acciones, que merecen el rescate de un destino efímero, que aún no dimensiono como tal porque ahora las tardes de verano pasan con una imperturbable lentitud, sólo alterada por mi deseo irrefrenable de correr al kiosco, al ver ese ejemplar cuidadosamente llevado por otro, que cruza de la calle asfaltada a la vereda y también, sin él saberlo, cruza por mi vida.
La tapa de ”Monaguillo del diablo”, la forma en que ese hombre la leía, no me alcanzan como explicación... ¿Fue realmente la lectura abstraída, la manera cuidadosa con que la llevaba en la mano el tipo que cruzó del asfalto a la vereda de la casa del centro, sin saber nunca, sin enterarse que su gesto me marcó para siempre? ¿Fue realmente ese gesto adulto -tan diferente al del pibe que pasaba desaprensivamente las hojas de la número dos en el patio de la escuela del barrio de calles de tierra-, el que legitimó mi mirada de coleccionista hacia aquellas revistas? ¿Recién ahí aparece la intuición de que esas revistas iban a marcar mi historia? ¿Por qué recién ahí, si desde mucho antes las venía leyendo y me interesaban? ¿Existe algún estudio, científicamente frío, que explique a qué edad se empieza a querer preservar lo que se tiene? ¿O una precoz obsesión por la correlatividad, particularmente mía, me impedía iniciar antes la colección, por la falta de algún número que presté, o canjeé o se perdió?
Quizá lo que intuía era que, de ahora en más, esas revistas iban a dialogar con la realidad. Porque las geografías exóticas fueron después verificables y los robots que tanto obsesionaban a los historietistas finalmente aparecieron en todos lados y los viajes espaciales ocuparon la primera plana de los diarios. Aunque en noviembre del ’65, fecha de ”Monaguillo del diablo”, todavía no leyera diarios.
También es posible que intuyera que esas revistas dialogarían con otras ficciones, a través de referencias que desconocía entonces, y por ende no podía entender los guiños a películas o novelas que encerraban títulos como “La luna y seis patacones”, “Mundo jue perra”, “Eran diez finaditos”. Y cuando me encuentro con Bioy, descubro que quien hubiere escrito el guión de la ciento uno de Correrías, “El hombre de nieve”, me había, de alguna manera, preparado el camino para ese encuentro.