Pero en realidad no estoy ahí ahora, sino alrededor de treinta años antes, releyendo “El pueblo perdido” con mamá al lado, acostados en la cama grande, una tarde de lluvia en la que no pudo ir al cumpleaños de la amiga, porque las calles eran un barrial y los colectivos no pasaban, pero al final la amiga vino con otras, en un taxi que se animó a entrar al barrio, a compartir con mamá el festejo, y para hacerle una broma llegó disfrazada de viejita con algodones en la boca, que se la hacían fláccida, como con dientes postizos y mamá se lo creyó y revelada fuera la broma todas se rieron mucho, y yo –aunque no entendía demasiado que pasaba- también. Pero todavía no llegó la amiga disfrazada de viejita. Mamá y yo estamos solos, en la cama, en silencio, mientras releo “El pueblo perdido” y torturadamente pienso en revelarle mis pecados.
A caballo de la silla, sentado en la puerta, leyendo, está el vecino de la vuelta de la casa del barrio del hospital donde después tengo el cuarto que va a ser baño, pero todavía no. No digo que no es baño aún, sino que no duermo todavía ahí, debo dormir en el living, o quizá es antes y duermo en el dormitorio de mamá y papá. El vecino jubilado de la vuelta, paso obligado para la panadería, que está sentado en la puerta, fue algo así como sargento. Con la bolsa del pan en la mano le digo, respondiendo la pregunta de qué voy a ser cuando sea grande, que pienso en ser militar y él se pone contento y me presta la revista que estaba leyendo “El delator”, número setenta y nueve del Indio, julio del ´63. Pero debe ser bastante después, ya que quedó claro que en febrero del ’65, fecha de “El pueblo perdido” de las Correrías, yo todavía estaba viviendo en el otro barrio y creía que mi casa iba a volver a ser la del centro y no imaginaba siquiera que este barrio existía. Lo dicho se comprueba además por la revista, que está vieja y ajada, como el viejo sargento jubilado que creyó que yo iba a ser militar y gracias a Dios -o al diablo- nunca lo fui.
La realidad es simultánea, el lenguaje sucesivo, las palabras resultan limitadas para capturar la totalidad de los hechos en su contemporaneidad, la manera en que se inscriben en la memoria tampoco guarda correspondencia con ninguna secuencia cronológica, toda nuestra historia coexiste allí como un magma indiferenciado, que sólo puede ser enfriado y clasificado por un sistemático trabajo de correspondencias con datos y sucesos externos, en mi caso ese ordenador termina siendo las revistas recuperadas, sus fechas, y así y todo subsiste una zona incierta, nebulosa, que me obliga una y otra vez a tomar partido entre lo que recuerdo –o creo recordar- y lo que me muestran las páginas amarillentas.
Previo a que me prestaran “El delator”, ya otro viejo, sereno de la galería CADU, se entretiene con la lectura de historietas. Mamá y papá lo conocen y se paran a charlar, es el padre de la amiga de mamá que después cumpliría años –el día que yo releo “El pueblo perdido”-, teniendo yo cuatro ese día de la galería CADU, octubre del ’61, porque con lo que el sereno –o encargado de vigilancia, porque los serenos son cuidadores nocturnos, y como dije, era de día-… con lo que, digo, el sereno -o encargado- se entretiene, lectura interrumpida por el saludo y la charla de mamá y papá que me llevan de la mano, cuidando que no me escape, ya que la galería CADU tenía al fondo una puertita que daba al vacío, lo que el sereno sujeta en la mano, y ahora no lee, pero seguirá leyendo no bien mamá y papá se despidan, debe ser “La cola del diablo”, flamante, recién aparecida, octubre del ’61, que no pude tener entonces y a pesar de eso lo deduzco de adulto, porque ni el viejo ni mamá y papá advierten ahora que mi atención –lejos de la temida por mamá y papá puerta abismal- está puesta en la hoja doblada, en ese cuadrito que recuerdo para siempre: Satanás –Mandinga- en un techo, empujando una caja fuerte para que caiga en la cabeza del Indio, y cuando finalmente, transcurridas las décadas, accedo a ese número, el cincuenta y ocho, “La cola del diablo”, en cuya tapa –una rareza- aparecen las señoritas de Pamela, luego llamadas Pamelitas, administradoras del asilo de ancianos donde el Indio es principal benefactor, y que van todos los meses a solicitarle su óbolo, para disgusto del Padrino… “La cola del diablo”, digo, de octubre del ’61, una de las primeras "Inéditas!", con la casi convicción de que allí voy a encontrar la imagen que atesoré durante tanto tiempo, me llevo otra sorpresa, como la del cangrejo en el semanario del indiecito, porque aparece, sí, la caja fuerte, y en otra secuencia Satanás observando desde arriba, pero no ambos elementos juntos, por lo que quizá no sólo haya contemplado el ejemplar detenido en un doblez, quizá el sereno me haya permitido ojearlo y así fue que dos dibujos distintos de la misma revista se fusionaron, se fijaron en otro falso recuerdo, como el del cangrejo.
Pero si fuera que el sereno me la prestó para ojearla no sería motu proprio, mamá tendría que haberle comentado antes que a mí me gustaban esas revistas, y después que yo señalara el ejemplar, llamando la atención de ella o algo por el estilo. Y ahora que lo conjeturo me parece que sí, que es lo que efectivamente debe haber sucedido, aunque tenga el resquemor que esta sea una más de las permanentes trampas de mi memoria.