En “La cola del diablo” Mandinga sella un pacto donde se obliga a liberar diez mil almas por cada mala acción que el Indio cometa. Fiel a su palabra, sufriendo horrores, recogiendo el repudio unánime de todos los que admiraban su condición de ideal inalcanzable del hombre, el Indio cumple su parte del pacto. Y sobre el final, cuando minado su ánimo por la repulsa popular decide ir al espacio exterior, aparece un enviado del Cielo, y provoca una lluvia que tiene el don de borrar en la gente el recuerdo de todas las fechorías del Cacique.
La lluvia del olvido.
El amiguito porteño se confiesa, y es monaguillo y también hay un teatro en la historia. Ya la magistral tapa de la noventa y cinco de Correrías de un Pequeño Gran Cacique, donde los héroes en primer plano se ocultan tras un cortinado de iglesia para espiar a un personaje arrodillado frente al altar, que parece confesar secretamente terribles pecados, ya esa tapa –decía- revelaba un contenido extraordinario. Espiar, expiar, falta, redención... Estaban ahí todos los elementos para que yo decidiera, con sólo esa tapa que alguien que pasa por la puerta de la casa del centro me muestra como un signo, una seña oculta que sólo yo podía entender, para que yo decidiera –decía- empezar por ésa, “Monaguillo del diablo”, la colección y también la eligiera tantísimos años después, casi en otra vida, cuando la volví a comprar en La Tonina, de Luro e Independencia, en Mar del Plata, para reiniciar esta colección, en el ridículo intento de recuperar lo perdido, lo que allí se cifraba. Yo iba a catecismo, estaba por tomar la comunión y además, quería ser cura, quise ser cura por cerca de tres años, aunque por un tiempo haya pensado en ser militar influído por el vecino de la vuelta que me sobornaba para que lo sea prestándome “El delator”, y después no fui ninguna de las dos cosas porque vino el teatro, que no se condecía ni con las armas ni con el sacerdocio, pero primero quise confesarme nueve números, más o menos nueve meses antes de empezar la primera colección con “El monaguillo del diablo”, esa tarde de lluvia y cumpleaños frustrado pero después concretado de todos modos, mientras releía, con mamá al lado, “El pueblo perdido”, en la cama grande de la casa de calle de tierra, la tarde que la lluvia impidió que mamá fuera al cumpleaños de la amiga, así como impedía que papá, que trabajaba en el centro viniera a comer algunos mediodías, y aunque hubiera parado de llover papá igual no podía entrar con la bicicleta a ese barrio perdido, como el pueblo de las Correrías, que papá me trajo -ésa u otra revista (seguramente otra... )- una tarde -ésa u otra (... porque junto con “El pueblo perdido” tengo en la cama “Peligro en la ruta” que es posterior)- de lluvia, desafiando con su bicicleta el barrial y yo no entendía como había logrado semejante hazaña, conmovido por eso, por haberlo intentado nada más que para traerme la revista a mí; pero también es posible que estuviera peleado con mamá y por eso se quedaba en el centro, en la casa de los tíos, los mediodías y a mí me metían el cuento del barro, y ahí cambia toda la perspectiva del asunto, porque entonces la revista podría haber sido pretexto para acercarse a mamá, para reconciliarse, y la idea me molesta porque preferiría quedarme con que lo hacía por mí.