Habrá que trajinar mucho para llegar, limitada la ambición por pérdida de interés en la época decadente de entrados los setenta, a cuatrocientos y pico de ejemplares finales entre las tres. A más de algunos Semanarios y Libros de Oro, que a veces me entusiasmaban y encontraba baratos y compraba. Recorrer tantos lugares, pero sobre todo ir una y otra vez al Parque y conocer, por ejemplo, a Carlos, el rengo.
Recuerdo que papá pensaba que los rengos eran todos jodidos, y Carlos no sería para nada la excepción de esa regla prejuiciosa; aunque yo le había entrado por el lado de las mujeres, me estoy separando de Cristina, mi segunda pareja, y él también anda con problemas. Lo veo en un Mac Donald’s, cerca del Parque, yo haciendo tiempo para que abriera su puesto y él sentado ahí con una minita, discutiendo. El ámbito restaba entidad a la discusión (no se pueden debatir grandes temas en un Mac Donald’s), y por eso me acerco y le pregunto la hora en que va a abrir. Me da muy poca pelota, pero una rato después, cuando abre el puesto, mientras espero pacientemente que acomode las revistas, lo que hace ignorando mi presencia, con lentitud de rengo, le tiro un pie, pidiendo disculpas por haber sido inoportuno al abordarlo. Y es entonces que empezamos a hablar de minas, de ex-mujeres, y él se engancha con eso, pero mi pensamiento no está en la charla, sino en la futura transacción, esperando el momento justo, cuando ya lo considere ablandado, para preguntarle, como casualmente ¿a cuánto tenés la número...?
Así le conseguí rebajas importantes, pero la dos de Correrías la ví de lejos, porque era él quien la tenía en el revistero, y como sabía que yo ni ahí podía juntar la guita para comprarla, no accedía ni siquiera a sacarla de su lugar para mostrármela de más cerca, ni hablar de hojearla. No había charla que valiera con ésa. Me dice: si no me pagan cuatrocientos, no la muevo. Está de adorno; mirála, ¿no queda linda ahí? Rengo sádico hijo de puta, tenía razón papá cuando hablaba de los rengos.
El rengo en realidad no quiere vender las revistas, las tiene sólo para mostrar su vanidad. Parece ser alguien que desprecia profundamente a los coleccionistas furtivos, que andan de incógnito por el Parque, alucinados, no existiendo sino ellos y el objeto de su deseo. Ni siquiera el rengo es una persona, sino mero intermediario, que pocas veces facilita y las más es impedimento. Pero Carlitos parece saber eso y no importarle. Goza con su papel, y los coleccionistas se llenan de fantasías de robo, de muerte, para eliminar ese obstáculo y apoderarse de lo que alguna vez les perteneció y no pueden entender que ahora no les pertenezca. Odian ellos también la supremacía de los mercaderes a los pagan fortunas, porque –hay que reconocerlo- son más sagaces.
Los coleccionistas que deambulan por el Parque no se detectan entre sí, lo que los circunda no existe. Van solos y ensimismados porque su mal es vergonzante, onanístico, secreto, y no pueden blanquear esos gastos ante sus familias ni mujeres, que jamás los entenderían. Y con los que comparten el terrible vicio, tampoco pueden hablar demasiado de sus goces solitarios, porque les destruiría la fantasía de que esa hembra objeto de su concupiscencia es de ellos, sólo de cada uno de ellos. Así, rara vez sucede la comunicación entre esa fauna, que no es uniforme sino variopinta. De ninguna manera se los podría englobar. Si bien pertenecen a la misma especie, hay subcategorías; están por ejemplo los que jamás aceptarían una revista con sello en la tapa, aunque estuviera perfecta y los que, con tal de conseguir un ejemplar con su escaso presupuesto, aceptan no sólo uno sin tapa (cincuenta por ciento del valor), sino hasta con faltante de hojas, ya conseguirán alguna vez la fotocopia.
Tampoco es común que revelen lo que atesoran. Quizá ese secreto que cada coleccionista guarda celosamente, se equipara al de los que no comunican jamás el monto de dinero que guardan en el banco, o en la caja fuerte, o en el colchón. De este modo el tema se circunscribiría a la Posesión, que no sólo debe ser de uno y de nadie más, sino que también la información sobre ella debe restringirse, para no despertar la codicia ajena. Aunque la cuestión podría pasar –sigo especulando - por algo más simple, si cada coleccionista creyera que la de él es la más grande, pero por las dudas, para no perder en la competencia, se oculta entre los separadores del mingitorio y sin mostrarse y evitando que le muestren, mira fijamente arriba, a un punto de la pared, sin decir nada, silbando bajito –los que se la acuerden- la ranchera del Indio.
¿Por qué no las cambiás con el Enrique?, me había sugerido mamá en otra vida y yo lo recuerdo en ésta y me hago grabar una remera con la ilustración de la ranchera, donde aparece el Indio bailando con una mulata pulposa para usarla como carta de presentación en las expediciones al Parque. Los coleccionistas no pueden dejar de reparar en esta imagen muy poco vista, y de ahí al abordaje hay un paso.
El que detecto comprándole al rengo, un sábado a la mañana, es un cincuentón con pinta de oficinista, aunque vista de jogging. Le debe haber dicho a su mujer que iba a correr por ahí, y cuando vuelva tratará de ocultar la bolsita en algún lugar seguro, a la espera de encontrarse sólo en el departamento y, entonces sí, poder gozar del preciado tesoro. Me exhibo, cerca del puesto del rengo, y el cincuentón cae en la trampa, deteniéndose a observar la remera. Lo abordo enseguida, pero los preliminares son trabajosos, porque es posible que sospeche que le voy a arrebatar su adquisición y salir corriendo. De a poco voy ganando su confianza, vanagloriándome de los números bajos que poseo, el material inédito, mi sabiduría sobre las creaciones del Viejo. Esa charla, para él, debe haber servido como prolegómeno de la pregunta que guarda, para evaluar si yo sería capaz de comprenderla. Por fin, cortando mi monólogo, me la espeta nervioso, mecánico. Intuyo que ha moldeado esa pregunta durante mucho tiempo, hasta encontrar su formulación perfecta para hacerse entender, en la conciencia que su búsqueda es poco entendible. Se trata del estado del ejemplar de la número trece de Andanzas, enero del ’58, aquélla en la que por primera vez aparece el Coronel, aunque ya había aparecido de la misma forma, como celoso –irascible- rival del Indio en el año ’39 en la Semanal y que, adaptada, transformado el Cacique en un camarada de armas, con el grado de capitán y con otro nombre sonoro, vuelve a aparecer en la número uno de Locuras en julio del ’68, cuando yo festejo asistir al acontecimiento, e imagino nuevas ediciones que nunca salieron con el protagonismo del hermanito deforme, el Gurí, y también, ¿por qué no, aunque no me gustara tanto?, de la hermana, no conciente, no enterado, de un mecanismo oculto, el mismo que hace que el encuentro entre el Indio y el Padrino se repita, con variantes, una y otra vez, llevándolo incluso a la infancia de ambos, un mecanismo que hace que el Viejo se parezca a cada uno de nosotros, los coleccionistas, y quizá por eso, aún sin conciencia, somos sus seguidores, sin importarnos sus verdaderas facetas oscuras, su xenofobia, su nazionalismo, su racismo.