Las estaciones pasaron rápidamente, y la amistad entre Dana y Kai se fortaleció. El chico era alegre y optimista, y su compañía le hacía a Dana la vida menos monótona. Eran innumerables las travesuras que habían llevado a cabo juntos desde que se encontraron por primera vez.
Por primera vez...
Una tarde que volvían juntos del bosque, hablando y riendo como siempre, Dana evocó aquel primer encuentro, cuatro años atrás. Recordó la imagen del niño rubio y delgaducho sentado sobre la valla del corral, su mirada sincera y su sonrisa amistosa. Ahora, Kai era un guapo chico de diez años, pero seguía sonriendo igual.
Le vino a la memoria también aquella noche en que descubrió que Kai no era un niño normal.
El rostro se le ensombreció momentáneamente, y Dana sacudió la cabeza. Había decidido confiar en él. No le preocupaba lo que dijera la gente; Kai estaría siempre a su lado, Kai la quería de veras y nunca le haría daño. De todas formas, y como no le gustaban los conflictos, había adoptado la medida de no hablar con nadie de Kai, fingir que había sido un capricho, y que ella sabía que no existía. Se reía con sus hermanos cuando estos le recordaban sus conversaciones con aquel amigo suyo a quien nadie veía, pero, cuando estaba sola, volvía a reunirse con Kai y le contaba todo lo que pasaba. «Ellos no lo entienden», le decía, y con este pensamiento acallaba aquella vocecita interior suya que, machaconamente, le repetía:
«¿Y no será que tú estás un poco chiflada?».
Desde luego era lo que pensaba todo el mundo, y Dana era plenamente consciente de ello. Pero le bastaba con mirar a Kai a los ojos para que se disipasen todas sus dudas. No concebía ya la vida sin su mejor amigo, y, cuando hacía balance, se daba cuenta de que valía la pena soportar las miradas burlonas de la gente con tal de conservarlo a su lado.
Él sabía muy bien el sacrificio que suponía para la niña mantener aquella amistad, y en su interior aplaudía la fortaleza de su amiga. A pesar de sus esfuerzos, Dana no podía evitar que de vez en cuando alguien la descubriera «hablando sola». Eso y su extraño comportamiento habían contribuido a darle una dura reputación en los alrededores.
A Dana no le preocupaba mucho, y menos en aquel momento, mientras volvía a casa junto a Kai, bañados ambos por la soberbia luz del atardecer otoñal. La niña cerró los ojos y dejó que la brisa le revolviera la melena negra. Kai la miró con ternura. Dana pronto dejaría de ser una niña; el chico sabia muy bien que, pese a su aspecto despreocupado, su amiga estaba pasando por un momento dificil. Por un lado ansiaba tener un grupo de amigos «normales» pero, por otro, no quería perder a aquel que ocupaba un lugar tan importante en su corazón. Kai sabía que Dana buscaba preguntas a las respuestas que comenzaba a plantearle la vida; y sabía también que él iba a ser un apoyo fundamental para su amiga mientras ella encontraba su camino. Dana le necesitaba más que nunca.
Entonces el viento les trajo unas voces desde la lejanía. Dana se detuvo y forzó la vista para distinguir al grupo de personas que corria por la pradera. Eran niñas más o menos de su edad. Jugaban a pasarse entre ellas una pelota de trapo, y las capitaneaba Sara, la niña de la granja del norte. Dana y Kai se aproximaron un poco más. En el rostro de ella había aparecido una expresión anhelante, y Kai sabía muy bien lo que eso significaba.
Sin embargo, Dana no se atrevió a acercarse mucho. Se detuvo a pocos metros del grupo, detrás de una valla que delimitaba las propiedades de su familia y los vecinos, y se quedó mirando cómo jugaban, deseando poder unirse a ellas.
El equipo de Sara tenía la pelota, y el otro grupo trataba de arrebatársela. Las niñas gritaban, saltaban y reían con los cabellos revueltos y las mejillas arreboladas.
Una de ellas reparó en la presencia de Dana junto a la valla, y se quedó mirándola. Las otras se dieron cuenta de lo que pasaba, y el juego se detuvo.
-¿Qué estás mirando? -le preguntó la niña a Dana, de mala manera.
Una expresión dura cruzó el rostro de ella y, sin responder, dio media vuelta para marcharse.
-Espera! -la detuvo Sara, y Dana se giró, esperan- zada-. ¿Quieres jugar?
Las otras protestaron, pero Dana no les hizo caso. Se quedó mirando a Sara, preguntándose si le estaría tomando el pelo. Pero la niña parecía muy seria.
-Me gustaría mucho -respondió Dana, lentamente y con precaución.
Entonces Sara fingió dudar.
- El caso es que... -dijo-, no sé si sería buena idea. A lo peor le pasas la pelota a alguien que no existe -concluyó con una carcajada, y las otras se sumaron a las burlas.
Dana, humillada, iba a replicar; pero se calló, porque aún deseaba formar parte de aquel grupo.
-Es más fácil pasaros la pelota a alguna de vosotras -contestó, sonriente-. Si no, no tendría gracia el juego, ¿no te parece?
Sara pareció apreciar la elegante salida de la otra; pero el resto de las del grupo no fueron tan compasivas, y redoblaron sus risas.
-Vete a hablar con el diablo, ¡bruja! –la insultó una.
-¡Eso! ¡Márchate, bruja! -corearon las demás.
Dana lo intentó otra vez.
-No soy una bruja -dijo-. Soy como vosotras. Solo me gusta pensar en voz alta, eso es todo.
-¡Entonces, piensas demasiado! -se burlaron ellas.
La niña que tenía la pelota de trapo se la lanzó a la cara con todas sus fuerzas. Dana recibió el impacto y recogió el juguete, aturdida. No le había hecho daño, pero el gesto de la niña había sido una clara muestra de desprecio.
Trató de ignorar aquel hecho y pensó que, ya que tenía la pelota, podría integrarse en el juego, así que se la lanzó a Sara. Pero esta apartó las manos y no la recogió.
El trapo cayó sobre la hierba.
Dana se sintió herida y muy humillada, y se preguntó qué había hecho ella para que la tratasen así. Quiso media vuelta y marcharse, pero, antes de que pudiera ha- cerlo, una de las chicas cogió una piedra del suelo y se la arrojó.
Le dio a Dana en el brazo; era un guijarro pequeño y no la hirió, pero fue la señal que necesitaban las otras para lanzar una lluvia de piedras sobre su extraña vecina.
Dana se cubrió la cara con las manos y les dio la espalda. Deseaba echar a correr, pero no lo hizo: su orgullo se lo impedía. Se alejó lentamente, sintiendo los guijarros que golpeaban su cuerpo como agujas. No estaba triste, ni tenía ganas de llorar. Solo sentía rabia.