Auroméum, Septen. Año 589 de la N.E.
Veintidós años después.
Mientras vivía en Auroméum, Ahnyei repasaba cada día los relatos que Marie, su cuidadora, cargaba consigo desde el día en que abandonaron la base del Consejo Einher en Heskel. Estos contenían los anales sagrados e historia de Luhna; sus primeras creaciones y las guerras celestiales que sucedieron.
Los recuerdos anteriores a su vida actual eran muy extraños, y aunque sus cuidadores —Zenyi y Marie— eran algo parecido a sus padres, ella recordaba haber tenido otros cuando su espíritu se engendró en aquella primera mujer mortal a la que llamó mamá.
Pero de pronto existía una gran laguna, un borrón perpetuo entre esa vida y la nueva que tenía al lado de sus cuidadores celestiales.
Ya le habían explicado en Heskel que, aunque su alma se había encarnado en una mortal, su espíritu no pertenecía a este mundo.
Iba de paso, pero con la importante misión de llevar a todos sus hermanos espirituales a casa, al tercer y último cielo, por medio de una ceremonia o acto llamado unificación.
La unificación ocurriría en Heskel, una vez encontrado su respectivo gemelo. Posterior a este hecho, se efectuaría la segunda recolección y la destrucción final de la tierra.
Algo muy confuso de entender a veces.
Si sus estimaciones eran correctas, y ayudada por la montaña de antiquísimos mapas del mundo antiguo que se apilaban en el escritorio de Zenyi, sabía que vivía en una de las ciudades libres de la tierra —anteriormente conocida como América del Norte— pero que ahora formaba parte del vasto territorio del continente de Septen.
Se le conocía a Septen y a sus regiones como ciudades libres o salvajes, puesto que no estaban evangelizadas y se dedicaban al libre comercio.
Llevaban en ese lugar escondidos apenas un par de meses. Zenyi ahora era un fugitivo perseguido por sus creadores; los einheres. Marie les confesó a medias que Zenyi había hecho algo muy grave que ameritaba un castigo severo. Por esta razón, Marie escribía por las noches largas cartas al Consejo Einher rogando por un indulto.
Sin embargo, esas cartas jamás serían enviadas y solamente contribuían como combustible para el fogón en los días fríos.
Los sihes nacen con varios dones, pero desarrollan en particular uno o dos con más fuerza durante su vida o maduración terrenal, aquellos en los que se destacaban en el cielo de Canto.
Ahnyei tenía un poco de todo, incluso la habilidad para sanar, pero era la piroquinesis su talento más caótico e impredecible.
Entre las lecciones que Marie le impartía estaba el establecer el autocontrol y conservar la paz en su alma, eso era lo más importante.
«Tú tienes el control, Ahnyei —le repetía Marie—. No el fuego.»
Pero los accidentes sucedían y no era raro encontrar animales calcinados en el camino, cuando la pequeña se sentía nerviosa o exasperada.
Marie, por otro lado, había sido extraordinaria durante su niñez, poseía un cúmulo de donde psíquicos, entre los que destacaban: la premonición, visión remota, telepatía y telequinesis.
De eso ya no quedaba mucho, Marie se defendía con los destellos de los dones que aún le quedaban. Con el paso de los años, cada talento se iba degradando más hasta casi perderse.
La naturaleza de Marie era diferente, no era propiamente una eterna, sino el extraño y fortuito fruto de una relación humana y celestial. Un híbrido que intrigó al Consejo desde su nacimiento.
Ahnyei despertó a los cuatro años, y fue instruida por algún tiempo en la Base de Heskel. Ya no recordaba nada de su vida pasada, tan solo la sombra y siluetas difusas de sus primeros padres, que aparecían detrás de rabiosas y altas llamaradas.
En Heskel fue evaluada por un incansable y despiadado desfile de científicos, hasta que al año siguiente, fue entregada a Zenyi y Marie, sus primeros y únicos cuidadores. Entonces todo mejoró.
Después de la traición de Zenyi, los tres comenzaron una diáspora que los llevó por muchas ciudades desiertas; lugares tan destruidos que ya ni siquiera figuraban en los mapas del nuevo mundo. Procurando no quedarse mucho en los lugares donde aún existiera radiación.
Durante el primer recogimiento y ante la llegada de los dioses, la humanidad intentó desesperadamente defenderse con artillería nuclear. Las consecuencias fueron inevitables. El desequilibrio energético y nuclear de la tierra originó terribles consecuencias. La radiación había sido una de ellas.
Después de un tiempo se establecieron en Auroméum, en Septen. Zenyi trabajaba en una mina pequeña, en donde los obreros aceptaban el maíz, algunos frutos, el servicio de agua semi potable y pieles, como toda paga por duras jornadas de extracción de minerales que aún se consideraban preciados y se vendían —o eran contrabandeados— en navíos a los países de Etrasia y Nueva República, que se encontraban cruzando el mar.
Ahnyei, ya con cinco años, disfrutaba de la pequeña y humilde casa que construyó Zenyi a espaldas de una gran montaña de piedra rocosa.
El clima era extremo, por las noches el frío penetraba los huesos. Zenyi y Marie preparaban bebidas calientes y la cubrían de pieles y abrigos para que no padeciera; por el contrario, por la mañana cuando el sol ascendía, el calor era tan intenso que Ahnyei amaba explorar los amplios terrenos casi desnuda, jugando con cada criatura que le saliera al paso. Intentado evitar a toda costa esos «tristes y desafortunados accidentes piromaníacos», como los llamaba Marie.