Pilastra, Etrasia. Año 599 de la N.E.
Lunes 16 del mes once.
El dolor taladraba sus sienes, últimamente las jaquecas no habían hecho nada más que volverse más intensas. Intentó centrarse en la pila de gastos que se extendían en el escritorio antes de marcharse a la fábrica de Hilos y Sedas.
Hasta el día anterior, no se había percatado de que Ahnyei comenzaba a tomar decisiones estúpidas, como salvarle la vida a un humano. Ojalá el Consejo jamás se enterara. El Sunt debía desenvolverse en un ambiente seguro, debía ser prudente y meticulosa en sus acciones. Pero no era así, y desde que Seidel se había marchado las cosas iban a peor.
La rebeldía de Ahnyei a veces le resultaba insoportable. No la comprendía, pero comunicar su indiscreción al Consejo Eihner no haría más que poner en duda su capacidad para cuidarla. Estuvo a punto de perderlo todo por culpa de Zenyi, no se arriesgaría otra vez.
Los miembros del consejo eran asiduos a meterse en su cabeza para supervisarla. Durante toda su vida se acostumbró a ser observada y analizada. Pensaba que era algo común hasta que Zenyi quiso abrirle los ojos.
Pero nada de lo que dijera Zenyi podría ser verdad, él la había traicionado y se había aprovechado de su amor desinteresado para arrastrarla a sus insensatas decisiones.
Pero todo eso era cosa del pasado. El Consejo la había absuelto. Seidel intervino en su favor y ahora tenía una nueva misión.
Y esta era muy clara. Lo mejor para ella y para todos sería que Ahnyei encontrara a su gemelo para por fin regresar a Silen, como el último eslabón de la cadena.
La migraña no cedía. Se frotó con las manos los ojos enrojecidos y vio su reflejo en el ventanal. No cabía duda de que estaba envejeciendo, se preguntó cuánto tiempo viviría y una vez más se cuestionó sobre la promesa de volver a Silen. Se lo habían prometido cuando ella era muy joven, a pesar de que ella no era una eterna como los demás. Era una especie de espíritu diluido, producto de los deslices y desobediencias de su madre eterna y su padre mortal.
Tal vez las promesas del Consejo no eran verdaderas y ella se quedaría en la tierra, para morir igual que su madre, sin ninguna herencia.
Pero no... algo más debía existir. Luhna la miraría con misericordia, debía haber algo más. Le habían prometido unirla al espíritu de Zenyi, antes de que este les traicionara.
De pronto recordó el afiche de la ballerina. Se preguntó si realmente se parecía a ella. Tenía sus mismos cabellos rojizos pero los de ella eran lacios. En cuanto a la sonrisa... ya había olvidado cómo sonreír.
Los ojos de la ballerina eran más grandes, más astutos y coquetos. Y se veía tan contenta, tan feliz.
Sacó el cartel del cajón. No era más que un afiche viejo y roto dañado por el tiempo, arrancado de alguna pared, hace cientos de años.
Sus cabellos estaban noblemente peinados, recogidos en un moño de ballet, adornado con una tiara. La mirada era altiva y orgullosa; tenía el brazo derecho extendido hasta el cielo y el izquierdo descansaba en su cadera. Las piernas firmes se erguían en puntillas. El tutú debía ser negro, pero el paso de los siglos lo hacía ver amarillo y desgastado.
Sin embargo, la pose era única, la de una triunfadora, y la sonrisa confiada lo comprobaba. En su infinita vanidad, su madre le había heredado esa fotografía. Como para restregarle siempre en su cara su belleza y, que a pesar de todo, Zenyi siempre la amaría.
«Vanidosa... Todo esto es por tu culpa».
Con decisión arrugó el afiche con sus manos. El papel se desmoronó frente a sus ojos en cuanto abrió sus palmas. Ya solo eran cenizas. Era increíble que hubiera permanecido por tanto tiempo. La foto había sido tomada desde hacía más de seis siglos: «La prima ballerina de Londres», se leía en el encabezado del cartel.
Y eso era todo. El recuerdo de su madre. Un afiche hecho polvo y la traición más grande que Marie había tenido que soportar y perdonar.