Pilastra, Etrasia. Año 599 de la N.E.
Sábado 5 del mes doce.
«Señor, perdóname. Perdóname, Señor. Señor ilumíname».
La fusta golpeaba con fuerza su espalda desnuda, sentía como las cuerdas se adherían cada vez más a su piel mojada en sangre, ceniza y sudor. Se refugió en el subterráneo luego de hablar por teléfono con los padres de Beka e intentar que el inútil de Mathus hiciera algo para detener a la criatura.
El despliegue de poder de esa aberración era igual a todas ellas. No, mucho peor. Era parecida a aquella que casi termina con sus días en las catacumbas de Jerusalén. No podía equivocarse, tales habilidades solo se podían encontrar en los eternos.
Telefoneó a Kotch. Si el inútil de Mathus se negaba a arrestarla, sería el presidente quien resolvería todo. El alcalde aún intentaba encontrar alguna explicación coherente para lo sucedido. No la había.
—Cálmate, Mason —le había dicho al otro lado de la línea—. Para el amanecer tendremos a la chica. Ya he ordenado a Mathus su detención. Las fronteras serán aseguradas. No llegará muy lejos.
Pero eso no bastaba. La criatura andaba libre, gozaba de unas horas que sin duda le darían ventaja. Kotch llegaría al día siguiente desde Insulen, junto con sus hermanos de la Orden. Él debía ocuparse mientras tanto.
El Señor no le contestaba así que ató con fuerza el cilicio a su pierna derecha. Tal vez así respondería.
—Señor, mis mortificaciones no son nada en comparación con tus bondades —continuó con el mantra.
Amaba ese lugar íntimo en el subterráneo de su templo, en donde se comunicaba con Dios —y que tal vez existía desde los tiempos del primer recogimiento como refugio antibombas—.
A Mason le resultó conveniente que se encontrara justo debajo del suelo de donde él pensaba construir su templo. Edificó sobre él la primera piedra que sostendría al lugar Santísimo. Cavó un túnel y forjó unas escaleras para crear el acceso, asegurando la entrada con una puerta circular de oro puro. Colocó un férreo candado que, desde las expediciones infantiles de Jan, no olvidaba cerrar.
El subterráneo tenía el tamaño perfecto para sus planes. Estaba provisto de todos los instrumentos necesarios para la tortura, el piso era de tierra y había un altar dedicado a la Orden. Un cirio encendido era lo que proveía la luz necesaria para sus mortificaciones. La pala servía para, de vez en cuando, exhumar los restos de las pecadoras y ofrecerlos en el altar de Acán, para la purificación de sus almas.
Esa semana había regresado tres veces a orar con el estómago vacío y la lengua seca, pues en los anteriores intentos, el Señor se negaba a hablar con él. Entonces decidió traer la fusta, las navajas y el cilicio. Sabía que al Señor le gustaba que se flagelara, que se sintiera humilde y pequeño, solamente así lo visitaría. Y era esa su verdad; pues cada vez que se encontraba al borde de la muerte, Él lo visitaba, o enviaba a uno de sus mensajeros.
Contó treinta latigazos y paró. Luego se desmoronó en el suelo frío. Ya había tenido suficiente. En seguida vendrían las visiones. Estaba listo para platicar con Dios.
Pero él no se presentó. La persona que vino a visitarlo fue el primer Acán. Vestido con su traje de cazador primitivo. Le faltaba un ojo y una gruesa cicatriz le cercenaba el cuello.
—¡Oh, excelentísimo Señor! —gimió Mason poniéndose de rodillas, extasiado—. ¿Qué quieres que haga por ti? Soy tu siervo.
—Estos son los últimos tiempos, Mason —dijo el espectro—. Y se te ha dado el honor de participar y guiar la última batalla. La batalla final ocurrirá en este lugar. Así dice la profecía.
—Conozco la profecía, Señor —respondió agitado—. Por eso estoy aquí.
—¡Reúne al ejército hoy y destruye a la bestia! ¡No tendrás otra oportunidad!
— ¡Lo haré! ¡Lo haré! —las numerosas gotas de sudor le caían por el rostro—. Señor, lo haré... Libraré la batalla contra el mal. Dirigiré a tus siervos a la gloria.
—¡Queda poco tiempo, Mason! —el diálogo fantasmal continuó—. ¡Los eternos amenazan con destruirnos, y destruir nuestras almas! ¡Nos superarán en número si no actúas hoy! ¡Dios me ha enviado para transmitir su mensaje! ¡La destrucción del mundo ocurrirá cuando la criatura despierte!
¡Una guerra, aún peor que la que ocurrió en los cielos, tendrá lugar si no destruyes esta noche a la bestia! ¡Los espíritus de satanás se multiplicarán e intentarán despojarnos de nuestra herencia divina! ¡La bestia debe morir hoy para evitar el apocalipsis!
¡Recuerda que eres el elegido, el responsable de su exterminio y de la edificación del reino de Dios en la tierra!
—Sí. Lo haré —dijo, arrastrándose hacia la visión—. Para eso he dedicado toda mi vida.
—Hoy comienza la noche oscura, la bestia ha despertado. ¡Destruye a la aberración! ¡Destruye a los eternos! ¡Trae honor a la Orden y gloria al Señor!
La visión se esfumó y Mason se desplomó mientras extendía su brazo como para alcanzarla. Estuvo inconsciente por unos minutos. Al despertar, la boca le sabía a metal, y el dolor de la pierna le carcomía. Se quitó el cilicio y lo depositó junto con la fusta cerca del altar. Sobre el reclinatorio se alzaba un poste de madera, en donde una serpiente de bronce reptaba devorando el símbolo del infinito. En ese, en su santo lugar recibió la última revelación de su vida