Las Crónicas de Luhna

Marie III

Pilastra, Etrasia. Año 599 de la N.E.

Domingo 6 del mes doce.

El teléfono sonó, era Teho al otro lado de la línea.

—No, ella no está aquí. No, no creo que regrese —suspiró Marie, las horas pasaban y Ahnyei continuaba desaparecida. En las noticias de la radio circulaba la alerta roja. La descripción completa de Ahnyei, su nombre, su edad aproximada y sus rasgos fisonómico, se repetían en los medios de comunicación incansablemente—. Si regresa te lo haré saber —Marie colgó el teléfono.

La primera alerta la escuchó al abordar el tren de regreso a casa. En las pantallas televisivas aparecía la foto y debajo de ella, una franja roja informaba que se trataba de una posible homicida en fuga. A Marie se le estrujó el corazón. Había fracasado nuevamente en su misión. Se sentía tan inútil, incapaz de hacer algo por ella. Ya ni siquiera sus habilidades alcanzaban para comunicarse con el Consejo o con Seidel. Se sentía cansada y los dolores de cabeza no habían hecho más que aumentar.

Estuvo llorando durante un largo tiempo desplomada al pie de su cama, las fuerzas ya no le alcanzaban. Intentó comunicarse con alguien, pero solo obtuvo como respuesta una intensa y lacerante jaqueca que nubló su vista por unos minutos. Lo único que le quedaba eran retazos de su don de premonición. Sabía que vendrían, podía ver el gran contingente marchando hacia ella.

Una vez que el dolor de cabeza cedió, Marie se puso de pie; apagó el televisor y desconectó la radio. También arrancó la línea telefónica, las llamadas ese día parecían no acabar. Pronto escucharía los golpeteos en su puerta así que colocó los candados, cerró las cortinas y apagó las luces.

Tomó de la cocina el cuchillo más grande y filoso que pudo encontrar y, aferrándose a él, fue a esconderse al subterráneo. Cerró la puerta con llave por dentro, esperando que eso fuera suficiente. Se acurrucó en un rincón con el cuchillo en mano y volvió a llorar.

«Así que este es el fin», pensó mientras sollozaba. Había fracasado, la condena caería sobre ella. Jamás la perdonarían. Jamás volvería a ver a Ahnyei, ni a Seidel, tampoco a Zenyi. Moriría en la ignominia como su madre. O tal vez sería peor, destazada por la Orden y un grupo de rurales. Pensó en ella, en Annika y en cuánto seguía odiándola, pero no pudo evitar ponerse en su lugar y pensar en aquellos días en que estuvo prisionera en Heskel. Tal vez a ella le deparaba lo mismo. Y luego el exilio.

A Annika le inyectaban un suero, todos los días, hasta que sus poderes mermaron y fueron reducidos a la nada. Había leído y releído esas últimas páginas, que ella denominaba cómo pergaminos, cientos de veces.

Entonces recordó.

«La debilidad fue progresiva, hasta que un día mis dones desaparecieron», escribía Annika. «Los einheres envenenaron mi sangre con lo que ellos denominaban como: suero final. Nunca supe de qué estaba hecho».

Marie meditó por unos segundos.

«¿Acaso sería posible?»

Marie se puso de pie y encendió una pálida vela para alumbrar discretamente el búnker, fue al sanitario con la intención de mirarse en el espejo; este estaba cubierto de polvo y telarañas. Se veía más enferma que nunca, el cabello pálido y quebradizo, los ojos hundidos y la piel seca. El dolor en el cuerpo se acrecentaba progresivamente sin razón aparente.

«¿Sería posible?»

Se preguntó nuevamente. Que los einheres la estuvieran envenenado, al igual que a su madre. Pero... ¿cómo? Reflexionó. Ella solo bebía y comía lo que el estado le proporcionaba, y las hortalizas que tenían en el huerto. No había manera. Intentó recordar desde cuándo se sentía así, y luego de unos minutos recordó que su declive había comenzado tras la partida de Seidel. En ese entonces ella se convenció de que todo se debía a la inmensa tristeza que sentía por su abandono.

«Piensa, Marie, piensa».

«Los einheres se basan en uno y mil trucos para controlarnos», había escrito también Annika, pero Marie siempre había creído que su madre solo había escrito eso debido al resentimiento que sentía hacia sus creadores. «Siempre irán un paso adelante de mí».

Marie se desvistió e inspeccionó con avidez cada milímetro de su cuerpo. Nada parecía fuera de lugar. Limpió el espejo con la blusa que se había quitado e inspeccionó su rostro meticulosamente; su cuello, su cabello, su nuca, sus cejas. Luego rio.

—Debo estar volviéndome loca...

Bajó la vista, pero de súbito, el pinchazo en su corazón se avivó con fuerza, advirtiéndole que estaba muy cerca de descubrirlo. Marie levantó el cabello de su sien izquierda y miró con atención.

Un pequeñísimo y casi imperceptible bulto estaba ahí, así como la marca de un punto rojo, como si la hubieran pinchado con una aguja hipodérmica. Con el dedo índice y el pulgar intentó extraer el objeto, como si de una espinilla se tratara. No lo consiguió, tan solo se ganó una descarga eléctrica tan fuerte que desató la más terrible de las jaquecas que hasta ese día había experimentado.

Le tomó unos minutos recuperarse. Sin saber bien todavía qué pensar, tomó el cuchillo que había llevado para defenderse y lo apuntó hacia su sien. Hizo un corte largo, la carne se abrió y la sangre comenzó a manar. Introdujo los dedos y por fin pudo palpar con sus dedos el diminuto objeto que se había alojado en ese lugar durante años. Era frío y tan delgado como una mina de grafito. Cada vez que lo tocaba, las descargas eléctricas volvían, los dolores eran tan intensos que le doblaban las piernas y le quitaban la vista.

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En el texto hay: fantasia, romance, distopiajuvenil

Editado: 03.07.2024

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