Las crónicas perdidas. Compilación.

La estación de almas

Seir estaba sentada en un sillón de piel. La verdad es que no tenía idea de dónde había salido pero tampoco era muy importante. Miraba la chimenea, absorta. Hace mucho que no hacía más que eso. Era de piedra y ella estaba casi segura de poder recordar a detalle las juntas donde una pieza se unía con la siguiente, formando un complicado laberinto donde apenas cabía el filo de un cuchillo. El fuego estaba encendido y crepitaba en una vana competencia con el estruendo de la tormenta. 
No quería pensar en eso y se esforzaba por prestarle más atención a las figuras que poblaban las llamas. A veces se formaba en su cabeza la idea de tocarlas y deleitar su sentido del tacto de la misma manera que lo hacía con la vista. Cada tanto esa idea se hacía tan fuerte y cobraba un sentido tan real en su mente, que más de una vez estuvo a punto de meter la mano en la chimenea. Luego recuperaba el dominio de si misma y alejaba esa sensación antes de que la dominara por completo. 
La situación ya se había convertido en su rutina. Un ciclo sin fin aparente en el que flotaba suavemente, como un velero que navega sin rumbo en el medio del ojo de la tormenta, de un extremo al otro de esa idea. 
De vez en cuando se apartaba de ese camino, ya fuera por voluntad propia o por azares del destino, y miraba las ventanas de la cabaña. En ésas ocasiones se perdía en el repiqueteo de las gotas contra el cristal. Al principio se había devanado los sesos pensando en una manera de salir de ese bucle de pensamientos pero de eso ya hacía tanto que le parecía una intervención de otra vida. Una vida compartida con otro ente que pasaba por las mismas peripecias que ella, aunque sin la paciencia que brindaban años de recorrer el camino rutinario que es existir. 
Lo había intentado todo, al menos todo lo que estaba en su mano. Ahora no intentaba nada y aún así su cabeza, rebelde como un adolescente, se ponía a vagar por los recuerdos que parecían de otra persona. Aunque tampoco se esforzaba mucho por evitarlo, estaba demasiado cansada hasta para eso. Así que se alejaba de las imágenes esquivas y cautivadoras de la chimenea y se dejaba llevar por los recuerdos de una vida que sentía tan ajena a ella como sus primeros intentos desesperados de salir de esa rutina que la llevaba cada vez más cerca de la enajenación absoluta. 
También había ocasiones, eran las menos, en que se levantaba del sillón de piel, que no sabía de dónde rayos había salido, y se paseaba por el primer piso de la cabaña. Esos paseos casi siempre terminaban en la barra al fondo de la sala, junto a la puerta de una cocina que había visitado tres veces contadas. La primera por que tenía que reconocer el lugar dónde estaba recluida. La segunda por que creía que debía obligarse a comer si quería durar lo suficiente como para llegar a salir de ese sitio. Rápidamente se dio cuenta de que no importaba, no tanto por que estaba perdiendo las esperanzas de salir de ahí, pues aún la visitó una vez más buscando alguna pista desesperada que le diera una clave que la llevaría un paso más cerca de la salida, como por que descubrió que no tenía necesidad alguna de alimento o cualquier otro alivio del cuerpo. 
De eso hacía ya mucho y  ahora, cuando llegaba frente a la puerta, recordaba todo el proceso que le llevó a la conclusión de que no necesitaba nada de esa cocina, apartaba la mano del pomo y se dirigía a la barra, donde terminaba su recorrido. 
Ahí se quedaba, viendo las botellas de vidrio y metal con etiquetas de tantos colores y diseños que era abrumador. Había licor de Keiku, aguardiente, incluso unas botellas de cristal, largas y esbeltas. Contenían un líquido ambarino y en las etiquetas rezaba, con letra muy pulcra y ornamental, “tequila”. No parecía escrito a mano. Como esa había muchas otras, asumió que eran alcohol solo por que estaban mezcladas con otras que si reconoció. 
No sé atrevería a probar ninguna incluso si sintiera ansias de emborracharse. Lo que si se atrevió a  probar fueron los cigarros. Estaban formados sobre la barra, y guardados en estuches metálicos, de madera, de bambú y varios otros materiales que no conocía. La mayoría eran hechos a mano, en hojas de tabaco secas, algunos envueltos en el papel más delgado que había visto en su vida. Había pipas también, hechas en tantos materiales como las cajas que las contenían. 
Ya no recordaba cuántos de esos cigarros había probado. No demasiados pero tampoco demasiado pocos. A un lado de las cajas también encontró palitos de fuego y unas máquinas que producían una llama que no se apagaba hasta que ella quitaba el dedo de una palanca o hasta que la ahogaba. Algunas eran de metal pero también había otras hechas de vidrio muy ligero. Las había examinado de arriba a abajo pero no las usaba para los cigarros. Le daba miedo la magia que usaban para producir el fuego. Prefería usar la chimenea, aunque esta llevaba mucho tiempo encendida sin que nadie la alimentara, pero era mejor no pensar en eso. 
Ésta fue una de esas ocasiones. Había estado mirando las llamas. Cuando notó que no era suficiente, sus ojos huyeron directo a la ventana y, como si no existiera a menos que ella le prestara atención, las gotas comenzaron su tac, tac, tac. Del otro lado no se veía mas que nubes negras y las gotas arremetiendo furiosas contra el cristal de la ventana. Los recuerdos volvieron como arrojados por el vendaval. 
Los colores invadieron su mente, gris, negro, amarillo, verde y rojo, sobre todo rojo. Un rojo tan intenso que era imposible relacionarlo con sangre y aún así solo a eso le recordaba. 
Cerró los ojos, apartó la vista y dejó que el calor del fuego consumiera sus recuerdos. Eso la calmó un poco pero no lo suficiente. Al poco rato se sorprendió caminando hacia la cocina. Puso su mano en el pomo y eso detonó el proceso que terminó por alejarla de ese lugar. La apartó como si estuviera tocando metal caliente y retrocedió un paso. 
Otra vez perdió la noción de lo que hacía y solo la recuperó cuando estuvo frente a la barra. Recorrió las etiquetas, leyendo por encima todas las que no estaban escritas con signos que no conocía. Alguna vez se había dado a la tarea de contarlas, cuando iba por la mitad del primer estante se dio cuenta de que era un ejercicio inútil. Las botellas se negaban a ser enumeradas. Bailaban en sus ojos como hojas agitadas por el viento y de pronto se descubría contando por tercera vez una misma botella. 
Aún así, cuando el tedio la alcanzaba y la sumía en melancolía, volvía a ese mismo sitio y se ponía a contar. Jamás pasó de la mitad de botellas, pero si contó al menos diez veces en la misma lista a muchas de ellas. 
En ésta ocasión no contó sino que bajó la vista. Los cigarros estaban tan pulcramente organizados como la primera vez que los vio. Éstos jamás los había contado, para qué si todos estaban destinados a matarla y ninguno lo hacía. Había llegado a la certeza de que no lo harían jamás, no porque no fueran capaces, que lo eran de sobra, si no porque no tenían tiempo. 
Tomó uno, era de un color café húmedo a pesar de que estaba tan seco que se partía bajo cierta presión, y comenzó con su ritual. Lo llevó a su nariz y aspiró el fuerte aroma a tabaco que desprendía. Eso siempre detonaba recuerdos pero no como los otros. No, éstos eran otro tipo de recuerdos. 
A la mente le llegó una tasa de cerámica, negra y llena hasta el borde de café con leche. También recordaba una mesa de una madera roja que no podía relacionar con ningún árbol. Era larga hasta perderse entre la niebla que cubría su recuerdo. También recordaba la silla, de madera igual que la mesa, donde estaba sentada. Recordaba las voces de varias personas, gritos de niños pequeños, ladridos de perros y el calor del sol; pero por sobre todo recordaba humo. El olor de humo de tabaco que impregnaba el ambiente y que, por alguna extraña razón, la hacía sentir segura. Durante todo el tiempo que podía conservaba ese recuerdo mientras seguía con la mirada las estrías en la hoja seca que mantenía el tabaco bien sujeto; pero éste siempre se desvanecía, huía de ella como si tuviera prisa por ir a consolar a ese otro ente que compartía pesares con ella. 
Entonces, resignada, mordía un extremo del puro y escupía el residuo a un lado. Luego se dirigía al sillón, demonios de dónde había salido ese maldito sillón. 
En esta situación si que recordaba el recorrido. Contaba los pasos y, llevada por un impulso irracional, evitaba las juntas entre baldosas como si le fuera la vida en ello. Después de siete pasos largos y uno corto llegaba frente a la chimenea, se sentaba en ese maldito sillón, y acercaba el puro al fuego para encenderlo. 
Ésta vez fueron como cada vez siete pasos y medio, y como cada vez el tabaco se incendió soltando un humo claro que, sin saber por que, la hacía sentir mejor. Distraída le dio dos chupadas, las brasas rojas dieron paso a cenizas y antes de darse cuenta estaba perdida en la figuras que formaban las llamas de la chimenea. 
El puro siguió quemándose, convirtiéndose en ceniza mientras ella seguía los complicados patrones del fuego. El puro se quemó por completo y la ceniza cayó al suelo sin que ella se diera cuenta. Sin estar plenamente consciente le dio una última chupada y tiró la colilla. 
El puro se fue difuminando ante sus ojos hasta desaparecer, no tuvo que comprobarlo para saber que si volvía a la barra encontraría todo tal y como al principio, sin ningún cigarro fuera de su lugar. 
Solo entonces, sin más distracciones y con la amenaza constante de perderse en el repiqueteo de las gotas de agua, le prestó atención a las escaleras. 
Eran de una madera recia y nudosa. Suspiró, sabía, con esa certeza que solo se consigue en los sueños, que debía subir esos peldaños. Sabía también que eran trece, no tenía idea de por qué lo sabía pero lo sabía. Se levantó del sillón, se apartó del fuego y solo dio una rápida mirada a las ventanas grises. 
Empezó a subir, tenía la sensación de que debía hacer alguna observación sobre las escaleras pero no percibió nada interesante sobre ellas.
Subió cada escalón pisando firmemente, como comprobando que podían sostener su peso y fue contando. Cinco, seis, siete. Al final de la escalera la esperaba una puerta. El pomo era plateado y brillante. Lo agarró sintiendo el frío del metal que se le metía en la piel y giró sin más. 
La puerta se abrió, esperaba un rechinido típico de este tipo de situaciones o lugares pero las bisagras se deslizaron suavemente. En el otro lado había varios estantes de metal, algo que chocaba con el ambiente rústico de la cabaña. Recorrió los pasillos que formaban dichos muebles y leyó los títulos... A, cierto, estaban repletos de libros. Todos eran de tapa dura y tan gruesos que apenas cabían unos cuantos en cada fila. 
“Vida y obra de Ronel, el dragón de Solera”
Era uno de los títulos que pudo leer, muchos estaban escritos en caracteres similares a los de las botellas de licor. 
”El guardián del conocimiento” 
Rezaba otro, dos estanterías más allá. Mientras caminaba fue tocando los lomos viejos, la mayoría parecían de piel aunque también había algunos de algún tipo de papel compacto y otros de madera maldita. Sacó uno de su lugar y se dispuso a leerlo. Su peso le provocó una sensación familiar, como... No tenía manera de describirlo, solo sabía que todo en esa cabaña era... raro.
Leyó el título.
”El último emperador”
Pasó las páginas, de una delgadez que le daba la impresión de que podían romperse si no lo hacía con cuidado, y eligió una página al azar. 
“Creía que conocía éstas montañas. Había viajado por ellas durante la mitad de su vida. Las colinas heladas eran frías, sí, pero también transmitían una calma que ayudaba a conciliar las etapas de su vida que chocaban entre si.”
Apenas tomó conciencia de lo que leía. Algo más ocupaba su mente. Siguió leyendo pero las palabras se enredaban entre si y perdían el sentido apenas pasaban por su mente. Releyó el mismo párrafo tres veces antes de aceptar que estaba posponiendo algo de manera ilógica. Sus ojos se desviaron hacia el frente, ahí había un escritorio de una madera roja que no podía relacionar con ningún árbol y detrás una silla de idéntico material. Sobre el escritorio había uno de esos libros, tan grande como el resto. A un lado de el había un tintero y una pluma. No pudo evitar pensar que esa pluma debería estar fuera del frasco de tinta pero fue fugaz y en seguida volvió a centrarse en el libro. 
Sus pasos eran cautelosos, como si no quisiera despertar a una bestia guardiana de este lugar. Sabía que era irracional pero simplemente no podía evitarlo, su cuerpo actuaba por su cuenta. Llegó al final del pasillo. La separaban del escritorio metro y medio de pasillo y un par de escalones. Miró a ambos lados cautelosamente, como un niño que cree que puede escapar del monstruo en el pasillo si corre muy fuerte. De la misma manera atravesó el espacio que le queda y saltó los dos escalones. Se recargó en el escritorio y aún miró hacia atrás comprobando que nada la seguía. 
En seguida y sin nada más que la detuviera miró el libro, las páginas eran delgadas como las del otro. Estaba abierto en la primera página y el título, escrito en letra negra y grande decía: “La estación de almas”
Pasó la página. Sus ojos siguieron las letras pero por un momento no supo distinguirlas, como si se hubiera olvidado de su propia lengua. Su respiración se agitó, el mundo empezó a dar vueltas y sin poder aferrarse a nada perdió el conocimiento...
“Seir estaba sentada   un sillón de piel. La verdad es que no tenía idea de dónde había salido pero tampoco era muy importante.”
 



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En el texto hay: ciclos, pensamientos de soledad, tormentas

Editado: 20.12.2021

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