Despertó sola y con los brazos adormecidos, junto con una sensación de miedo y repulsión. Fusión de sentimientos que no la habían dejado desde que abandonó el castillo.
Sansce se levantó con lentitud, como si en realidad no quisiera hacerlo nunca.
Se miró las manos y reprimió una mueca de asco. A pesar de que las había lavado, su mente aún le jugaba malas pasadas y le hacía recordar sus dedos llenos de sangre, aquel episodio tan macabro que incluso a ella le hacía difícil creer.
-Se lo merecían-se dijo a sí misma para callar la culpa-. Han matado a mi hermana.
Y ahí venía la cuestión. ¿Qué debía hacer ahora? La profecía había sido destrozada apenas había comenzado. Ya no quedaban guerreras, sólo ella.
Solo ella.
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El día en que Sato y Okono llegaron al pueblo de a las afueras de Gatar comenzó la gran tormenta. Al principio asemejaba con ser una simple lluvia, sin embargo a medida que pasaba el tiempo las gotas caían con más fuerza, hasta que pronto se convirtió en un verdadero diluvio.
Por supuesto las calles estaban vacías.
-¿A dónde vamos?-inquirió Okono entre gritos para hacerse oír sobre el ruido del viento.
Sato no respondió. No tenía idea de dónde podrían refugiarse hasta que una voz les llamó la atención.
-¿Qué hacen fuera? ¡Vengan!
Okono miró a Sato dubitativa pero no tenían muchas opciones, por ello ambos corrieron hacia la casa de quien se los ofrecía. El extraño esperó hasta que entraran para cerrar la puerta.
-¡Jamás había visto una tormenta así y mucho menos dos jóvenes arriesgándose allá afuera!-exclamó el sujeto. Sin embargo no era él, sino ella.
La desconocida se quitó la capucha del rostro y dejó ver unos hermosos ojos violetas. No era mucho mayor que Okono o Sato. Si acaso unos dos años como máximo.
Era hermosa. Difícil de quitarle la mirada de encima, definió Okono en su mente, y lo pudo comprobar al ver como su compañero parecía petrificado ante ella.
Okono reprimió una mueca de disgusto.