La búsqueda se le antojaba eterna. Gracias a las órdenes de Heinhää, varios hechiceros se reunieron para enviarlo a Gatar en apenas un día. Aunque él hubiera preferido que lo enviaran directo con una de las gemelas, ellos le explicaron que no podían hacerlo aparecer en una dirección incierta. Por eso tenía que conformarse con tener varias semanas de ventaja. Sin embargo no era suficiente. Empeorando aún más las cosas, una verdadera tempestad había caído.
Los territorios que rodeaban Gatar eran pantanosos y muy húmedos. Él odiaba la humedad. Pero la noche apremiaba y era tiempo de encontrar un lugar dónde dormir.
Por eso al alcanzar la cueva no le importó cerciorarse de si había algún animal peligroso merodeando por allí.
Dentro parecía como si la tormenta se acallara tan solo un poco en la obscura y húmeda profundidad de la cueva. Permitiéndole así escuchar los propios latidos de su corazón...y los de alguien más.
Dejó que el agua le escurriera desde la frente hasta su abdomen, de espaldas a lo que fuera que lo observaba con cautela.
Miró de soslayo y dijo:
-Puedes salir. Sé que estás allí-indicó.
Como el silencio fue su única respuesta se giró hacia la profundidad de la cueva y le dedicó a la nada, una seductora y encantadora sonrisa que invitaría a cualquiera a pasar un buen rato.
Los pedazos de granito se movieron a cada paso que daba el desconocido, hasta que quedó frente al muchacho.
-Que los Dioses te bendigan con su vida y que los demonios no descansen en tu alma-recitó el himno con el que todos se saludaban.
El chico se encontró con la mirada desafiante de su acompañante. Eran unos ojos feroces, algo que nunca había visto. Asemejándose a los de Heinhää, pero sin llegar a ser tan impactantes. Unos ojos que aseguraban con asesinarte si hacías un movimiento en falso y a la vez eran bondadosos...y llenos de tristeza.
-Que los demonios no descansen en tu alma-respondió Sansce irguiéndose segura y desafiante.
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-¿Qué hacían fuera?-inquirió su anfitriona mientras les daba bebidas calientes.
-No tenemos donde quedarnos-respondió Sato. Había algo raro en él y eso pasaba porque aquella chica lo propiciaba. Okono no dejaba de ver como se comportaba Sato. Él por el contrario no le quitaba la vista de encima a la joven que les había dado refugio.
-Me llamo Sari-comunicó sentándose frente a ellos. Sari tenía un reservado interés en Okono, que parecía incómoda hasta en su propia piel-. Me alegro que los viera. Si no, no me imagino dónde pudieron haber terminado. ¿A dónde van?
-Al Puerto de Luza-soltó Sato antes de que Okono pudiera si quiera abrir la boca.
Sari lo observó, pero apenas si reparó en él y volvió a centrar su atención en Okono.
-Mírate, toda empapada. Acompáñame, vamos por ropa-indicó Sari tendiéndole la mano a Okono-. Y...también para ti-agregó dirigiéndose a Sato.
El muchacho no respondió. Se limitó a penetrarla con la mirada.
Okono siguió a Sari por la humilde casa. Era de un piso y el fuego alimentaba el alma de todo el lugar. Había sólo una habitación y en ella un baúl donde Okono pensó que estaba la ropa. Sari se dirigió al baúl de madera y comenzó a rebuscar entre las prendas.
-¿Quién es ése chico que viene contigo?-le preguntó tomándola por sorpresa.
-Es...es un amigo mío-afirmó.
-¿Sólo un amigo?
-Así es-y por alguna razón, sintió una punzada de dolor al saber que era cierto.
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-Lamento haber invadido tu privacidad. A cambio de ello te ofrezco de lo que cacé esta mañana. No es mucho pero servirá, créeme.
-¿Cómo sé que no vas a matarme?-dijo Sansce.
-¿Cómo sé que tú no vas a matarme?
-No soy una asesina-replicó la muchacha.
El joven la observó con detenimiento y reparó en la sangre que cubría su atuendo y reprimió una risa de ironía. Dos depredadores juntos
-Entonces es claro que ninguno de los dos quiere hacerlo. Vamos, son noches duras y frías. Me sorprende incluso que lleves ésas ropas tan...-pausó tratando de encontrar las palabras -. Sucias-fue lo único que dijo.
-No sólo han sido noches duras-hizo notar ella para después sentarse. Era cierto, habían sido noches frías. Pero había estado sumergida en una depresión que le impedía sentir otra cosa que no fuera dolor. Sin embargo ahora debía estar alerta. Tenía frente a ella a un total desconocido. No quería que estuviera allí, pero tampoco deseaba matarlo. Ya había matado suficiente. Tal vez era un peregrino que buscaba refugio y en todo caso estaban en una tregua.
Él prendió una fogata con lo que pudo y a través de las llamas pudo distinguir sus rasgos finos y aquellos ojos que parecían fundirse con el fuego.