Las luces de febrero

Trabajo en equipo

Ellie 
A la mañana siguiente, puntuales como un reloj, todos esperábamos junto al 
desguace de los padres de Tad. Todos… menos el propio Tad. 
Habíamos llegado a las ocho en punto y, aunque Víctor había venido con 
nosotros, apenas habíamos intercambiado una palabra. Desde las fotos, solo 
nos comunicábamos por mensaje. Y era curioso que, pese a las cosas 
medianamente bonitas que nos decíamos, en persona fingiéramos con tanto 
descaro que no existíamos. 
Intenté centrarme en los demás. Oscar esperaba junto a nosotros con las 
manos en los bolsillos, Marco musitaba para sí con impaciencia y Eddie 
intentaba escalar la valla. Papá se llevó una mano a la frente, cansado. Ty lo 
observaba todo como si se tratara de un espectador divertido. 
—¿Dónde está Tad? —exclamó Eddie, a medio camino de conseguir su 
objetivo—. ¡¡¡Quiero ver la furgoneta!!! 
—¿Todavía no ha llegado? —preguntó papá, y miró la hora con 
desaprobación—. Vaya, vaya. Alguien llega tard… 
—¡Aquí estoy! ¡Perdón, perdón! 
Todos nos volvimos hacia la entrada del desguace, donde Tad se acercaba 
corriendo. Como daba saltitos, el flequillo le rebotaba contra la frente y le 
tapaba los ojos cada dos segundos. Estuvo a punto de matarse, por lo 
menos, tres veces. 
Al alcanzarnos, abrió la valla desde dentro para dejarnos pasar. 
—Ya era hora —comentó Marco, poco impresionado.

Oscar, que estaba detrás de él, hizo como si le disparara con dos dedos. 
En cuanto Marco lo miró de reojo, se apresuró a esconder la mano. 
Tad nos condujo entre los caminitos de vehículos medio destrozados con 
una gran sonrisa, muy orgulloso de haber aportado algo útil al equipo. 
Llevábamos ya un buen rato andando cuando por fin se detuvo delante de 
un vehículo que habían apartado del resto. Se trataba de una furgoneta 
pequeñita pero ancha y cubierta de suciedad. Tad se plantó junto a ella con 
una gran sonrisa y la señaló. 
—¡Os presento nuestro transporte oficial! —exclamó con alegría—. Sé 
que ya lo habíais visto, pero… ¡ahora está un poco más limpio que ayer! 
Silencio. 
—Sigue sin ruedas —señaló Marco, con una ceja enarcada—. Y cubierta 
de suciedad. 
—Bueno, ya os dije que habrá que retocarla un poquito… 
—A mí me gusta —opinó Víctor. Era lo primero que decía desde que 
habíamos bajado del coche—. Y no tenemos presupuesto para nada más, así 
que tendrá que servir. 
—Exacto… —dijo papá. 
Y Víctor pareció muy orgulloso de tener su aprobación. 
—… Todos los comienzos son difíciles. Deberíamos estar agradecidos de 
que, por lo menos, tengamos la furgoneta —añadió, mirando a Marco. 
Este enrojeció un poco y se cruzó de brazos. 
—Espera. —Oscar alzó las manos, alarmado—. ¿Eso significa que 
tenemos que limpiarla… nosotros? 
—¿Ves a algún otro voluntario? —preguntó Ty. 
—¿Cuándo es el primer partido? —intervino Eddie. 
Todos nos volvimos hacia Víctor, que se rascó la nuca e hizo una mueca. 
—Em…, pasado mañana. 
—Es decir, que tenemos que arreglarla en menos de veinticuatro horas. 
—Marco se volvió a cruzar de brazos. 
—Y también necesitamos tiempo para entrenar para mañana —señaló 
papá, muy serio. 
Oscar seguía escandalizado. 
—¡No pienso limp…! 
—¿Podéis dejar de quejaros tanto? —protesté, airada, y me acerqué a Tad 
—. A ver, ¿dónde tienes las esponjas? Acabemos con esto.

Papá asintió con aprobación. Incluso me pareció que Ty sonreía un poco. 
Todo un logro. 
Media hora después estábamos todos manos a la obra. Eddie, Víctor y yo 
frotábamos el interior de la furgoneta —que estaba hecho un asco— 
mientras los demás pululaban por fuera. Tad correteaba de un lado a otro en 
busca de neumáticos que sirvieran, mientras que Oscar sujetaba la 
manguera con cara de aburrimiento y le quitaba la capa de suciedad exterior 
a la furgoneta. Marco se encargaba de la ardua tarea de abrir y cerrar el 
grifo del agua. 
Quiero su trabajo. 
Papá y Ty, por cierto, habían desaparecido en casa de los padres de Tad. 
Lo último que alcancé a ver fue que les daban vasitos de limonada con 
hielo. 
Vale, mejor quiero el suyo. 
No sé cuánto tiempo pasó ni cuánto froté, pero pronto empezaron a 
dolerme los brazos y la espalda. Y sudaba y resoplaba. Daba un poco de 
asquito. 
—¡Oye! —chilló entonces Marco, asomado a la única ventanilla 
entreabierta—. ¡Que alguien intente encender el motor! 
¿Y el «por favor», señorito? 
Víctor, al ver que nadie se movía, suspiró y fue a sentarse ante el volante. 
Tenía la llave puesta, así que intentó arrancar el motor. La palabrota horrible 
de Marco y el chillido asustado de Tad indicaron que todavía no funcionaba 
demasiado bien. 
Aproveché el momento en que Víctor esperaba ahí sentado para ir 
frotando cada vez más cerca de él. De hecho, acabé plantada a su lado y 
empecé a limpiar el volante. Cuando me miró con desconfianza, le sonreí 
con malicia. 
—¿Te parece bonito estar aquí sentado mientras yo hago todo el trabajo? 
—lo acusé. 
—Mucho, la verdad. 
Sin una sola manía, extendí el brazo y estuve a punto de frotarle la cara 
con el trapo lleno de polvo. Él apartó la cabeza justo a tiempo. 
—¡Oye! 
—Ups, me he equivocado. 
Y volví a intentarlo. Lo esquivó por un milímetro.

—¡Ellie! —protestó, esta vez con el ceño fruncido. 
—Ah, ¿te molesta? 
—¡Claro que sí! 
—Pues más me molesta a mí que en persona no me hables. 
No esperé una respuesta, sino que me moví para continuar frotando en el 
extremo opuesto de la furgoneta. Eddie estaba en uno de los asientos 
limpiando sin ganas y apenas nos prestaba atención. Al menos, hasta que 
Víctor frunció aún más el ceño y atravesó el interior de la furgoneta para 
plantarse a mi lado. Para disimular, se puso a frotar una ventana que ya 
estaba limpia. 
—¿Me estás echando cosas en cara? —masculló—. ¿Tú a mí? 
—Pues sí —murmuré sin mirarlo. Estaba ocupada frotando una mancha 
con toda mi furia. 
—Te recuerdo que eres tú la que pasa de mí y a los diez minutos se pone 
a mandar fot… cosas raras. 
Se cortó justo cuando Eddie empezó a afinar la oreja. Ahora fingía seguir 
limpiando, pero estaba segura de que no se perdía detalle. 
—No parecían disgustarte mucho —dije entre dientes. 
—Esta no es la cuestión. 
—¿Admites que te han gustado, entonces? 
—Esta sigue sin ser la cuestión. 
—Me lo tomaré como un sí. 
—Tómatelo como quieras. 
Nos quedamos en silencio. Lo único que se oía era el «ñic-ñic» de los 
trapos contra el cristal y lo único que se notaba era la mirada cotilla de 
Eddie sobre nosotros. Entonces, Víctor rompió el silencio: 
—Es que, sinceramente, ya no sé qué esperarme de ti. 
—Pues mejor. La magia del misterio. 
No dijo nada, y esa vez sí que lo miré. Su expresión era un poco confusa. 
Parecía casi… perdido. Enarqué una ceja. 
—¿Qué? 
—Nada —murmuró. Fue su turno para no mirarme. 
—No, ¿qué? 
—Ya te he dicho que nada. 
—Vale, última oportunidad, porque no insistiré más… ¿Qué? 
Víctor dejó de frotar la ventana limpia y suspiró. Tenía la mirada clavada al frente, pero sentí que no veía nada. Simplemente, estaba cavilando. Tardó 
un buen rato en hablar: 
—¿Cómo puedes ser tan distinta en persona que por mensaje? — 
preguntó al final. 
—¿Qué tiene eso de malo? Es divertido. 
—Lo estoy preguntando en serio. 
—Y yo estoy respondiendo en serio. 
—No, Ellie. Siento que…, no sé. Me gustaría hablar contigo sin que nos 
pusiéramos a discutir. Y parece que solo lo conseguimos con los mensajes. 
Torcí el gesto, contrariada. Y no por el motivo que podía parecer. 
—¿Y qué tiene eso de malo? —pregunté—. Siempre hemos funcionado 
así. 
Víctor me contempló unos segundos, como si no entendiera mi reacción. 
—Entonces… ¿a eso aspiras?, ¿a discutir y luego hablar como si nada? 
—A ver, si lo dices así… Parece que las fotos no te gustan. 
—No estoy hablando de las fotos, Ellie. Estoy hablando de lo nuestro. 
—¿Qué «nuestro»? 
Lo pregunté por impulso. Un impulso muy desagradable. Supe que la 
había cagado casi al instante, la mirada de Víctor me lo confirmó. Supe que 
le había dolido; aun así tragó saliva e hizo de tripas corazón. 
—Muy bien —dijo al final—. Pues nada. 
—Oye, no te enfades, no es que… 
—Déjalo, ¿vale? 
—Oh, vamos, ¿ahora qué?, ¿vas a decirme que sigues enamorado de mí? 
—Solté una carcajada un poco rara, como siempre que me ponía nerviosa 
—. Eso estaba bien cuando teníamos quince años, pero ya somos 
mayorcitos para esas tonterías. Mejor ir directamente a la parte entretenida 
y dejar claro lo que buscamos, ¿no? 
—Entonces ¿es eso a lo que aspiras? —preguntó, y me sorprendió lo 
alterada que sonaba su voz—. ¿Es todo lo que buscas de mí? 
—¿El qué? 
—¡Discutir todo el rato y luego tener esas conversaciones como si no 
hubiera pasado nada! 
Parpadeé, confusa. 
—Sí…, ¿tú no? 
Víctor parpadeó, aunque de una manera muy distinta. Apartó la mirada, sacudió la cabeza y al final habló sin mirarme: 
—No. No es lo que busco. 
—¡Si es muy divertido! 
—Será todo lo divertido que quieras, pero para mí no es suficiente. 
—Espera… 
—Seguro que tienes a mil candidatos dispuestos a ello, pero yo no 
funciono así. Lo siento, Ellie. 
Y se apartó de mí. Ni siquiera me dejó volver a hablar. Lo observé, 
sorprendida, cuando se sentó de nuevo en el sitio del conductor. 
A ver, podía hacerme una idea del motivo de su enfado. Una aproximada, 
al menos. Tampoco era la primera vez que teníamos una conversación de 
ese estilo, aunque normalmente estaba invertida; yo me arrastraba tras él, y 
él, probablemente, me decía que no quería nada serio con nadie. Aunque 
eso había sido en el instituto. Supuse que las tornas se habían invertido, 
pero tampoco entendía muy bien el porqué. Un mes atrás, tampoco me 
hacía mucho caso, ¿a qué venía esa reacción tan de repente? 
Un poco más tarde, me froté las gotas de sudor de la frente. Ya casi 
habíamos terminado. La furgoneta seguía en un estado algo lamentable, 
pero por lo menos ya no se encontraba cubierta de polvo o sin ruedas. 
Además, habían conseguido arrancarla, todo un avance. Los seis la 
contemplamos desde fuera como si se tratara del mayor trabajo de nuestra 
vida. 
—Bueno —dijo Oscar como si ya estuviera cansado de mirar en silencio 
—. ¿Ahora qué? 
—Pues… a esperar para el partido, ¿no? —sugirió Tad. 
Eddie seguía intercambiando miradas entre Víctor y yo, tratando de 
encontrarle el sentido a nuestra conversación. 
Tampoco es que sea muy difícil, pero el pobre no es muy espabilado. 
—¿«Esperar»? —repitió Víctor, que había vuelto a su yo de capitán a una 
velocidad alarmante—. ¡Hay que entrenar! 
—¿Más? —Marco suspiró con agotamiento—. ¡No podemos aprender 
nada nuevo de aquí a mañana! 
—No se trata de aprender nada nuevo, sino de mejorar lo que ya 
sabemos. 
—Estoy de acuerdo —murmuré—. Hay que entrenar. Pap… El 
entrenador lo ha dicho.




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