Las luces de febrero

El pequeño Judas

Jay 
Había pocas cosas peores que estar de pie en medio de los restos de una 
fiesta. Una de ellas era tener que explicarles a tus tíos que la policía se 
había llevado a tu hermana pequeña. 
—¡¿Qué?! —chilló tía Sue. 
—Joder. —Tío Mike empezó a reírse—. Esto parece uno de mis 
conciertos. 
—¡No tiene gracia! —protesté—. Como se enteren papá y mamá… 
¡Tyler, suelta ese móvil ahora mismo! 
Mi hermano pequeño lo soltó como si quemara, avergonzado. 
—Mamá me dijo que la avisara si pas… 
—¡No ha pasado nada! —aseguré, medio histérico—. ¿Sabéis lo que 
vamos a hacer? Recoger todo esto y dejarlo bien limpito. Y, después, iré a 
buscar a Ellie. Papá y mamá no tienen por qué enterarse de nada, ¿verdad? 
Todo el mundo me miró como si fuera idiota. Incluso yo sabía que era 
una tontería, pero algo habría que intentar. 
Joder…, no iba a salir de casa hasta el día de mi jubilación. 
Ellie 
Vale, la situación era un poco dramática. 
Solo un poco.

Nunca me habían detenido y desconocía cuál era el procedimiento, así 
que me dejé llevar la mayor parte del tiempo. Me esperaba cosas malas, eso 
sí. Por eso me pareció tan aburrido que me quitaran la cartera, me hicieran 
firmar una hoja y procedieran con dos o tres preguntas. 
Mi única conclusión fue que nada de eso quedaría bien en mi 
expediente… y que mi foto de criminal era muy fea. Pedí que me dejaran 
intentarlo otra vez, pero no les hizo mucha gracia. 
Todo lo que no tenía de intenso lo tenía de eterno. Entre una cosa y otra 
transcurrió lo que me pareció una vida entera. Y no tenía con quien hablar. 
Ni siquiera volví a ver a Livvie, con quien había compartido un muy 
silencioso viaje en el asiento trasero del coche patrulla. 
Debían de ser ya las dos de la madrugada cuando por fin me metieron en 
una celda y me dejaron tranquilita. Estaba sola, así que me senté en el 
banquito del fondo y empecé a replantearme todas las decisiones que había 
tomado hasta ese momento. 
Bueno, papá y mamá iban a matarme, eso estaba claro. La duda era 
cómo. 
Lentamente y recreándose. 
Y yo, preocupada por lo que pudiera decir Ty de mí… Iba a ganarme el 
peor castigo de nuestra historia familiar. Y encima habría sido para nada, 
porque iba a pasar toda la noche ahí, encerrada de brazos cruzados. Ni 
siquiera podía consolarme con el beso con Víctor, porque nos habíamos 
quedado a la mitad. Qué mierda. 
Pasada media hora, más o menos, me acerqué a los barrotes y me asomé 
como pude en busca de algún agente. Encontré a uno sentado a la mesa del 
fondo, junto a la salida. 
—¡Eh! —chillé, agitando un brazo—. ¡Eh, tú, tú! 
El policía, que estaba mirando unos papeles, suspiró y alzó la vista hacia 
mí con cansancio. 
—Si tienes sed, haberlo pensado antes de delinquir. 
—No es eso. ¿Cuándo podré hacer mi llamada? 
—¿«Llamada»? 
—Esa que se deja hacer en las películas. Alguien tendrá que pagar mi 
fianza, ¿no? 
El señor no debía de estar mucho por la labor, porque puso los ojos en 
blanco y volvió a lo suyo.

—¡Oye! —insistí, pero pasó de mí. 
Genial. 
Volví a mi banquito, ahora de brazos cruzados, y me pregunté si había 
visto algún teléfono de camino a la celda. Tendría que avisar a mis padres 
de que no solo estaba arrestada, sino que encima eran muy antipáticos 
conmigo. 
Inadmisible
Como no tenía el móvil encima, no sabía qué hora era. Mi única 
referencia era la oscuridad que se percibía tras el cristal tintado de las 
ventanas, pero no era un gran indicativo de nada. Eché la cabeza atrás, moví 
una pierna de arriba abajo y empecé a contar los minutos mentalmente. 
Duré unos dos o tres, porque luego me aburrí y volví a asomarme para 
chistarle al policía, que seguía pasando totalmente de mí. 
Llevaba un rato ignorándome cuando de pronto se volvió hacia la puerta. 
Yo también lo hice, esperanzada, pero toda ilusión se desvaneció al ver que 
traían a Livvie. 
Tenía un aspecto lamentable, lo que me hizo preguntarme cómo sería el 
mío. Livvie llevaba manchas de sangre seca bajo la nariz y por la camiseta, 
una marca de golpe en la mandíbula… Yo, por mi parte, solo notaba el 
sabor metálico de mi labio inferior. Ah, y ese ojo que palpitaba como si 
tuviera vida propia. 
Livvie parecía tan cansada como yo, y cuando la metieron en mi celda ni 
siquiera levantó la cabeza. Se limitó a sentarse en el banquito opuesto al 
mío y a hundir los hombros. Bueno, si necesitaba un poco de alegría, por lo 
menos contaba con una compañera contentísima. 
—¿Te han dicho cuándo nos van a sacar? —le pregunté directamente. 
Ella sacudió la cabeza. Tenía la mirada clavada en el suelo. 
—¿Y no has preguntado? —insistí, indignada. 
—Me van a matar —murmuró ella en voz bajita. 
—¡¿Los polis?! 
—Mis padres… 
—Ah. Pues bienvenida al club de los padres asesinos. 
A mí me pareció un chiste genial, pero ella ni siquiera hizo ademán de 
reírse. ¿Ves? Por esas cosas me caía mal. 
Creía que ya habíamos superado lo de que te cayera mal. 
Livvie no solo ignoraba mi presencia, sino que estaba tan ensimismada que no se dio cuenta de que me había acercado a ella. La contemplé con 
curiosidad. Se había abrazado a sí misma y se balanceaba de forma 
inconsciente. 
Oh, no. ¿Y si le había golpeado el cerebro o algo así y ya nunca volvía a 
ser la misma? 
—¿Has podido llamar a tus padres? —pregunté. 
Livvie sacudió la cabeza lentamente. 
—¡Pues tienen que dejarnos llamar! Esto es ilegal. Es un secuestro. Hay 
que denunciarlos. Seguro que hay otra comisaría a la que podamos ir a 
poner una queja. 
Ella no respondió, sino que siguió abrazándose a sí misma. Y yo 
empezaba a quedarme sin chistes malos con los que romper la tensión del 
ambiente. No sabía cómo comportarme delante de ella ahora que ya nos 
habíamos pegado, porque volver a ello me parecía un poco innecesario. Y 
doloroso para mi ojo palpitante, también. 
—¿Te han dado de comer? —pregunté, solo para decir algo. 
—Sí. 
—A mí tampoc… Espera, ¿qué? ¿Te han dado de comer? ¡A mí no me 
han dado nada! 
Otro día en el que ser antipática no servía ante la vida. 
Livvie no hizo ningún comentario, sino que subió las piernas al banco y 
se acurrucó un poco más. Yo, mientras tanto, me incorporé para acercarme a 
los barrotes. 
—¡Oye! —chisté de nuevo al de la puerta—. ¡Oye, sé que puedes oírme! 
Llegué a pensar que pasaría de mí, pero alzó la mirada. 
—¿Se puede saber qué quieres ahora? 
—¡Quiero comer! 
—Haberlo pensado antes de delin… 
—Antes de delinquir, sí, lo sé. Pero los criminales también tienen 
derecho a una alimentación básica, ¿no? Y a una llamadita, ya que estamos. 
—¿Es que quieres más cargos en tu expediente? 
Abrí la boca para responder, pero entonces alguien apareció justo a mi 
lado. Me sorprendió ver a Livvie con una sonrisa dulce y simpática, de esas 
hechas para distraer a la dependienta mientras tú le robas por detrás. Y 
funcionaba. Vaya si funcionaba. 
—Perdónela, señor, es que estamos muy nerviosas —aseguró calmada.




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