-Es el rugido de un trueno lo que me despierta. Mi corazón late con la violencia de los relámpagos y mis ojos se abren, desmesurados, aterrados ante el ominoso espectáculo. El salvaje y oscuro cielo parece un caleidoscopio, lleno de estrellas y relámpagos que se extienden como venas brillantes y blancas.
Las gotas de agua comienzan a caer y se deslizan en mi cara como si se trataran de cálidas lágrimas. La tormenta arrasa cuando el fantasma me toma entre sus brazos, colocándome la cabeza en su pecho para que no me ahogue con la lluvia. El cabello como tinta negra le escurre por la cara palidísima. Por extraño que parezca, su aspecto amenazador y lo extraño de las circunstancias me provocan una paz inquebrantable.
Cuando el fantasma advierte que he despertado, disminuye un poco el paso, pero no se detiene. Sus pisadas en la hierba húmeda tienen algo que me conmueve profundamente. El joven baja repentinamente los ojos hasta encontrarse con los míos, que lo observan detenidamente. Él no titubea, sino que me sostiene la mirada. La suya es hostil y salvaje, como hecha de fuego azul...
Los relámpagos se escuchan muy, muy lejanos, aunque están cayendo sobre nosotros. Todo lo que no es procedente del muchacho de cabello negro, me parece estar a miles de años luz de distancia. Lo único que escucho en este mundo es la música proveniente del fantasma: sus pisadas húmedas, su respiración cansada, los latidos de su corazón…
El cielo a esta hora puede ser hermoso, al igual que el campo de girasoles en el que acabamos de adentrarnos, pero nada me tiene tan hechizada como él. Algo sale de mi boca, una súplica tal vez, pero en cuanto él baja la mirada para dirigirme su atención, sucumbo nuevamente ante otro desmayo. «Hipotermia, hipotermia», es todo en lo que puedo pensar cuando veo por última vez los ojos azules del muchacho.
Despertar en Anacba me parece algo tan surreal que mi mente queda sumergida en un estado de profundo aturdimiento, más intenso y peligroso que el que me producen las pastillas. Me falta el aliento y los pulmones me arden, pero la desorientación es tanta que me impide respirar. Mi existencia me pesa y cada segundo en Anacba me hace querer perder la poca cordura que poseo; cada latido de mi corazón es terriblemente sobrecogedor, provocando el nacimiento de un tornado que al arrasar con todo me deja el pecho vacío y congelado.
La soledad se convierte en un dolor físico e insoportable al despertar sola y alejada del fantasma pálido y alargado que casi me pongo a gritar. Me toco la cara y me descubro llorando porque aún soy capaz de sentir las cálidas gotas de lluvia sobre mi piel, aunque la sensación se debilita con el pasar de los segundos hasta que desaparece por completo y sólo queda el sonido de las ráfagas de nieve que cimbran mi ventana… Y entonces el sueño se convierte en algo lejano e imposible, haciendo desaparecer el dolor súbitamente, trayéndome solamente desasosiego y confusión al no recordar muy bien la causa de mi angustia, así que antes de que lo olvide por completo, corro a la máquina de escribir y golpeo violentamente las teclas hasta plasmar cada detalle vivido. Las letras se sienten tan llenas de luz y de vida propia que logran transportarme a ese lugar en donde en otra vida llamo hogar…
Antes de irme al trabajo, guardo el manuscrito en el cajón el escritorio y después de alistarme salgo corriendo al trabajo, bajo una ventisca de nieve. Mientras conduzco por el paraje helado, con montañas eternamente blancas y sólidas, enciendo un cigarrillo y pienso en el calor, la lluvia y en girasoles amarillos, los cuales sé que nunca veré. En mi mente su recuerdo todavía está fresco y recorro con la vista a los miles de ojos amarillos que se mecen suavemente con el viento bajo un anaranjado y cálido atardecer, mirándome, como si estuvieran esperando algo más de mí, algo más allá de mi propia comprensión.
El puente que conecta a Anacba con Brimeura hoy se encuentra casi vacío y parece infinito, como un agujero de gusano que entrelaza mis sueños con la realidad y si me concentro con mucha fuerza, casi puedo ver el campo de girasoles al final del túnel, esperando por mí.
Theo ya me está esperando en la entrada de la biblioteca con mi desayuno en la mano. Su respiración dibuja fantasmas en el aire y mientras camino hacia él, me encuentro susurrando la palabra «fantasma» casi con voz temblorosa.
—Hola, Cathy, ¿has desayunado?
—No —respondo. «Sólo un cigarrillo».
Ambos entramos a la calidez de la biblioteca y desayunamos en una mesita que se encuentra en el rincón, junto a la ventana. Comemos y miramos el caer de los copos de nieve que se arremolinan en el alfeizar al mismo tiempo que nos llega la música tranquila e instrumental de una banda en el parque. Hay un aire de nostalgia y amor que se percibe en el momento de quietud que casi me hace feliz.
—Hoy he tenido otro sueño —susurro sin poder guardármelo un momento más porque siento que las palabras me van a explotar en el pecho.
—¿Ah, sí? —pregunta pero parece que la noticia no le ha caído bien—. ¿Ha sido igual que el otro?