Las malas semillas

SEGUNDA PARTE: LAS MALAS SEMILLAS

PARTE II

Las Malas Semillas

(1945)

 

“He soñado contigo. Los dos vagábamos en la oscuridad y nos encontrábamos”

-Stephen King.

 

 

Catherine Azurea llevaba escondida desde el mediodía entre el campo de girasoles, sentada en la tierra, contemplando los ojos marrones de las flores que se mecían con la cálida brisa. El sembradío y el bosque Brunnera eran su refugio desde que se había recuperado de la hipotermia hace más de un mes. El intenso calor le ponía las mejillas rojas y le quemaba los hombros descubiertos. Desde el día de su accidente, la niña había tenido unas pesadillas muy extrañas en las que se encontraba perdida en un páramo yermo y helado en donde no crecían girasoles, por lo que intentaba absorber la mayor cantidad de calor para prepararse cuando cayera la noche. Por alguna razón, aquellos sueños la perturbaban de sobremanera y con el tiempo lograron que la niña incluso temiera dormir. Y es que en ellos se sentía incluso más perdida y sola que en la Cumbre Amarilla.

La madre de Cathy había muerto el mes pasado, por lo que la pequeña niña de doce años había pasado a la custodia de su tía Annie. La media hermana de su madre se había casado hace muchos años con un hombre muy rico, dueño de una enorme granja que se dedicaba al comercio de girasoles y de algodón, pero el tío Stephen llevaba difunto más de cinco años y ahora la dueña de la Cumbre Amarilla era su tía. Annie había recibido a su sobrina una lluviosa noche de abril, la misma noche en que Catherine se había escapado al bosque para llorar la muerte de su madre.

Desde que Cathy se había recuperado, se comenzó a escapar constantemente de la vieja mansión y se internaba en los girasoles amarillos. No era temporada de cosecha y los campos abarcaban más de siete kilómetros por lo que nadie la molestaba allí. La niña se sentaba en la tierra, con el corazón destrozado por su madre, pero sin derramar más lágrimas por ella. Catherine era una niña salvaje y la vida la había hecho muy desgraciada, así que estaba acostumbrada a tragarse su dolor e intentaba afrontar la primera perdida en su vida con una dureza que no poseía.

Catherine había vivido con su madre en una vieja cabaña cerca de las montañas de Ipomoea, al este. La niña no iba a la escuela, pero su madre le había enseñado a leer y a escribir desde muy pequeña. Charlotte era una mujer dulce y hermosa, pero no era una buena madre para Cathy. La mujer se pasaba la mayoría de las veces durmiendo y llorando, devastada por los dolores de cabeza y las voces que habitaban en ella. Según le decía a Cathy, algunas voces le contaban extraños secretos y otras la instaban a hacer cosas terribles con ella y con su hija. Charlotte llevaba más de una semana en cama a causa de los dolores y cuando Cathy regresó del pueblo con las provisiones del mes, encontró a su madre muerta, mirando hacia la ventana y con una diminuta sonrisa en la cara, como si por fin hubiera encontrado la paz mental que tanto necesitaba. La niña pasó una noche junto al cadáver de su madre cuando unos policías vinieron a buscarla y la llevaron a casa de su tía. En el camino el policía más joven le puso una manta sobre los hombros y la llevó al interior de la patrulla y allí dentro intentó explicarle. Lo que Catherine pudo comprender con su pequeña mente aturdida fue que su madre había bajado al pueblo unos días antes, dejando una carta en la estación de policías con indicaciones especificas por si algo llegaba a pasarle.

Annie nunca había podido tener hijos y en vez de alegrarse por la llegada de una niña a su casa, su tía la miraba como si fuera un animal salvaje y peligroso, aunque cuando la niña había enfermado gravemente, Annie había mandado llamar al mejor médico de la ciudad para que la curara.

—Te pareces tanto a ella —le había dicho su tía la mañana en que Cathy despertó después del accidente. Hace años que Annie no veía a su hermanastra y cuando volvió a tener noticias de ella había sido para enterarse de su muerte, así que la llegada de su sobrina era un recordatorio demasiado doloroso para procesar.

—Anoche alguien me salvó —susurró Cathy, entre sueños, aturdida por el medicamento.

—Nadie te salvó, Catherine. Llegaste sola a la mansión y ahora duerme un poco más.

Cathy tuvo que volver a la casa a la hora de la cena antes de que la servidumbre saliera a buscarla. Esta tarde su tía no se encontraba en la granja, probablemente había ido a la cuidad de Foemina que quedaba a media hora de la Cumbre Amarilla.

—¿En dónde estabas, niña? —la reprendió Ellie, una mujer robusta y de piel oscura, la cual Annie le había encomendado la tarea de cuidar a Cathy. Ellie estaba esperando a la niña en el umbral de la puerta de la cocina que daba hacia el patio trasero. El sol se estaba poniendo cuando hizo entrar a Cathy y la sentó en la mesa en donde comía la servidumbre.




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