Catherine se recuperó rápidamente de sus heridas, así como del corazón roto. Si antes recibía atenciones ahora las recibía en cantidades desmedidas, incluso Annie se comportaba de una manera más condescendiente con su sobrina y había permitido que John se acercara a la niña en cuanto notó que su salud mejoraba considerablemente en cuanto estuviera a su lado.
Desde el accidente, el muchacho procuraba ser menos mordaz con la niña, pero la verdad era que él ya no concebía la vida sin ella. Amar a Catherine parecía algo tan natural como respirar. ¿Cómo no amarla si era la cosa más hermosa que John había visto en toda su vida? ¿Cómo no amarla si era más brillante que el mismo sol?
En cuanto la niña se recuperó por completo, John la llevó a su hogar para mostrárselo por primera vez.
La casita de John junto al molino era la cosa más mágica y fascinante que Catherine había visto en toda su vida, junto con el bosque y los girasoles, por supuesto. Primero subió los escalones húmedos y rechinantes. John iba justo detrás de ella y se negaba a abrir la boca. Catherine titubeó un poco cuando tocó la perilla de la puerta principal, pero su curiosidad fue más y le otorgó el valor necesario para girarla y entrar.
Nunca en su vida se había quedado sin palabras ante un lugar. La primera habitación servía de sala y comedor. Todos los muebles eran viejas reliquias, pero estaban cuidadas y conservadas. El musgo dentro de la casa crecía en el suelo y el techo, como si el verdor no fuera suficiente allá afuera. La niña siguió su recorrido, le echó un vistazo a la chimenea de piedra y removió el rescoldo. Después se paseó por allí y se encontró con un tocadiscos, lo cual era lo más nuevo y cuidado que había en la casa y junto a él descansaba un piano negro.
—Annie me dio el tocadiscos en Navidad y el piano me lo regaló mi padre un par de años antes de que muriera —susurró John a sus espaldas.
Cathy sonrió porque su tía no era tan mala con él después de todo y entonces entró a su habitación. Era un cuadro diminuto, con una ventana que abarcaba toda la pared, en donde entraba toda la luz del bosque.
—Es hermoso —dijo ella—. Todo aquí es hermoso.
Las clases privadas de John continuaron y con el tiempo, el muchacho se animó a tocar el piano para ella. Las canciones de John eran agónicas y cargadas de melancolía, pero le encantaban a Cathy. Nada la hacía más feliz que escucharlo tocar por horas mientras ella pintaba a su lado. John conservaba la mayoría de los cuadros que Catherine pintaba, colgándolos en la pared de su casa; la mayoría eran de cuervos sobrevolando sobre campos de girasoles. Por alguna razón a John le transmitían tristeza aquellas pinturas.
Cathy era más fuerte de lo que creía y pronto recuperó su salud y el fuego de su espíritu volvió a encenderse. Con el pasar de los años ella aprendió muchas cosas, como nuevas técnicas de pintura y a apreciar a su tía, a querer a Ellie, quien la cuidaba con devoción, así como también aprendió a hacer amigas, trabando una amistad cercana con Rose, hija menor de su nana y asimismo aprendió a amar a John a su forma extraña y apasionada. Poco a poco, la niña se ganó el cariño de los trabajadores de la mansión y era muy conocida en Foemina puesto que algunos fines de semana que acompañaba a John a entregar girasoles a la ciudad, aprovechaba para hacer retratos de la gente, los cuales le daban ingresos extras para comprar vestidos o un nuevo disco que después podría oír con John delante del fuego de la chimenea.
Volvía a ser época de cosecha y las semillas de girasol fueron plantadas de nuevo y las flores crecieron junto con Catherine y John. En el otoño del 1949 John estaba por cumplir veinte años y Cathy ya tenía dieciséis. Él casi alcanzaba el metro noventa y seguía siendo adusto y muy delgado. Si bien no era un muchacho apuesto, el aire sombrío que siempre lo perseguía, sus rasgos afilados y sus ojos azules le otorgaban un aspecto interesante.
Con el pasar de los años, Catherine creció tanto en belleza como en talento para la pintura. Sus obras eran elogiadas incluso por su tía y ella era admirada por los hombres en Foemina.
Una tarde ambos estaban paseando por la ciudad cuando la mirada de Cathy se perdió en una pareja que reía junto a una fuente.
—¿Cathy? —preguntó John.
Pero ella continuaba mirando al chico, el cual se acercó para besar dulcemente a su novia. A John no le pareció en absoluto que Cathy no le prestara atención. La sola idea de que algo fuera más importante para ella lo ponía enfermo, sin embargo, aprovechó su momento de distracción para mirarla fijamente. Ese día la luz del ocaso le hacía ver sus cejas más doradas que de costumbre.