Acostada en mi cama solo podía mirar al celular con mis ojos empañados de lágrimas. Me veía débil, mucho más de lo que normalmente era. Mis dedos temblaban en lo que tecleaba a la velocidad de la luz un último mensaje.
Adiós para siempre, Ethan.
Nunca esperé que una simple despedida doliera tanto, y menos si era por un mensaje de texto. Hasta esa noche pensaba que era imposible, que jamás me dolería que alguien me dejara, que alguien jugara con mis sentimientos y con lo ingenua que podía llegar a ser; pero cuando Ethan me dejó por mensaje y me contó que me había traicionado, realmente quise olvidarlo todo por un momento y decirme a mí misma que no me dolía despedirme de él para siempre.
Una relación de ensueño era lo que yo, como adolescente de diecisiete años, pensé que tenía con Ethan. En realidad fue más que caótica; solo que si hay algo que define mi personalidad es que suelo ser confiada, que creo en los príncipes azules, en los amores literarios y en el verdadero "Felices para siempre".
¿Qué sucedería conmigo si no tuviera un "felices para siempre"? Sí, tal vez me destrozaría el corazón. Pensé que ya lo había tenido, que ya lloré suficiente y que mi segundo amor jamás llegaría.
—El primer amor fallido duele un tiempo, pero el segundo amor fallido quema para siempre.
Las palabras de mi abuela fueron sabias, dignas de una mujer a la que admiré y respeté durante toda su vida e incluso después de su fallecimiento. Si me hubiera visto llorando me abrazaría y sin palabras me demostraría su apoyo incondicional. Mi abuela era mi vida y cuando murió creí que lo sería Ethan, pero debía entender a las malas que yo no tenía que depender de nadie.
Ya las lágrimas eran incontrolables. Pegué la almohada a mi rostro para que mi sollozo no se escuchara en la habitación de mi hermana ni mis padres. El celular cayó al suelo por una patada mal dada, mis manos se aferraron a la almohada y mis labios temblaban aun en ella. Dolía saber que era el final de mi historia de amor, de mi romance adolescente.
Unos segundos después comencé a sentir calor. Quité mi manta de encima de mí y me incorporé. Mis ojos ya dolían, supuse que estarían rojos. Mis mejillas y labios se encontraban hinchados, mi mente distante, mi mirada en un punto fijo.
«Basta de esto. Basta de llorar, de sentirse infeliz, de lamentarse. Deja de llorar en tu habitación como haces siempre. ¡Afronta la vida!», me repetía mil y una vez en lo que me levantaba de la cama. ¿Iba a llorar toda la noche como cuando peleaba con Ethan? ¿Me iba a rendir y pensar que yo fui la que lo estaba haciendo mal? ¿Me echaría la culpa por el caos que fue una relación de dos? No. No lo iba a hacer; no me lo merecía.
Fue entonces que me levanté y tomé un pañuelo para sacudir mi nariz. Me vi al espejo una última vez y supe que mi rostro entristecido haría tirarse por un puente a cualquiera, incluída a mí misma. Vaya que sí me veía destrozada, y ni siendo de noche lo ocultaría. Con una liga até en una coleta despreocupada mi cabello azabache, apenas me llegaba por los hombros. Agarré un abrigo y un gorro de lana, calcé mis botas y con mi pantalón ancho salí de la habitación.
Apenas eran las once de la noche, todos en mi casa debían estar durmiendo. Pasé por el pasillo, fijándome en el cuarto de mi hermana Emily; por la puerta media abierta la pude ver durmiendo como una angelita. Al pasar por la habitación de mis padres supuse que mamá estaría dormida. Bajé las escaleras y en el salón procuré hacer el menos ruido posible, tanto de mis hipidos como con las suelas de mis botas, pues vi a mi papá dormido en el sofá con una bolsa de Doritos y una Coca cola a cada lado. Se había quedado dormido viendo las noticias. Me fijé un segundo en el televisor; las noticias trataban de una lluvia de estrellas.
Logré llegar a la puerta principal y con total silencio tomé las llaves de la mesita, abrí la puerta y con la misma cerré. Guardé las llaves en mis bolsillos y suspiré con la espalda pegada a la puerta. Por fin el aire invernal azotaba mi cara dándome frescura, aliviando todo estrés y tristeza. Estaba sola, sí, pero viendo la luna ya me sentía más acompañada en mi miseria. Eché a andar hacia ningún lugar para tomar más aire fresco y no quedarme llorando en mi habitación.
Hacía poco menos de tres días que mi familia y yo nos mudamos a la ciudad por el trabajo de mi padre. Ni tiempo tuve de empezar la universidad o dar un corto paseo por la zona.
En mi mente se reproducía cualquier canción con tal de entretenerme tarareándola para no echarme a llorar. Cuadras después, me encontré con un parque, uno que captó mi interés enseguida, por lo cual quise adentrarme. Si soy sincera, tuve que esforzarme escalando un pequeño muro para adentrarme. ¿Por qué la reja estaba cerrada si era un parque? A mí me daba igual todo, así que lo hice por inercia y sin un solo rasguño me lancé del pequeño muro. Contemplé el inmenso parque; árboles frondosos y una fuente en medio lo decoraban. El parque parecía celestial con la claridad que entregaban los faroles a los lados.
Me fui adentrando al parque tras pasar una segunda reja de hierro algo vieja que anunciaba el nombre de "Parque de invierno" en el mismo. El nombre fue cómico en un principio, después no supe por qué fue escogido. No había nadie más que yo y mi paz mental al verme en soledad.
Habían bancos de piedra para elegir, pero yo decidí sentarme en el césped. Desde donde me senté podía ver los árboles en continuidad del parque, pues sí era grande. Lo más lindo de mi momento allí fue que sentí un ronroneo a mi izquierda y giré mi rostro con sorpresa para notar que no estaba tan sola como creí.
Un pequeño gatito negro de ojos grandes que transmitían dulzura fue lo que contemplé. Era delgado, sus costillas muy visibles, lo cual fue suficiente para saber que no fue muy bienvenido en un hogar. Me miró fijamente y se sentó a mi lado, con su cola acariciaba mi barriga y yo reía por lo bajo por su reacción y intención de hacerme sentir bien —si es que eso era lógico.