Las noches de Calígula

Capítulo III. En el palacio de Tiberio

  El camino de Anzio a Roma serpenteaba a lo largo de la costa del mar, luego giraba a la derecha y finalmente accedía a un amplio y bien pavimentado camino: la famosa Vía Apia. Los jinetes se movían a paso lento. Tras ellos, los esclavos de Germánico montaban los burros, cargados con todo lo necesario para el viaje. Germánico viajaba acompañado de su hijo menor y escoltado por unas dos decenas de guardias pretorianos. Calígula, con su barbilla orgullosamente levantada, miraba a su alrededor. Que todo el mundo vea a él montando un caballo al lado de su heroico padre, encabezando un pelotón compuesto de hombres fuertes y musculosos protegidos por corazas de cuero.

  El manto rojo de Germánico olía a sudor de caballo y a hoguera del campamento militar. Era el olor de un verdadero hombre, un héroe y soldado, y Calígula estaba orgulloso de su padre.

  En el horizonte aparecieron las murallas de Roma. Encontrándose a una distancia de dos millas de la Ciudad Eterna, Germánico detuvo su caballo. De una bolsa, atada a la silla de montar, sacó dos tablillas de cera y un punzón metálico afilado. Garabateó unas palabras en las tablillas  y las cerró con un ingenioso dispositivo. Volteó hacia el centurión que estaba a su lado:

  - ¿Cuál de tus soldados es el más rápido? Encárgale que lleve este mensaje al emperador.

   - Publio Quirino, mi general –respondió el centurión.

  Publio Quirino, el más veloz de los pretorianos, apresuró a cumplir la orden, guardando las tablillas con el mensaje para el emperador debajo de su túnica. El rostro de Germánico expresaba seriedad y concentración.

  - Cada vez que entro en el palacio imperial, me parece que soy un gladiador en una jaula repleta de tigres –murmuró él.

  Por el resto de su vida Calígula recordaría las palabras de su padre.

  La entrada de Germánico a Roma parecía un verdadero triunfo. Ha tenido que descabalgar y llevar a su caballo por las riendas. Un decreto de emperador prohibía el paso a caballo por las estrechas calles romanas, para evitar accidentes. Germánico siempre cumplía con las leyes, aunque podía aprovechar los privilegios que se concedían a los miembros de la familia imperial.

  Germánico avanzaba lentamente por el Camino Sagrado, que subía desde el Foro hasta el Monte Palatino. Las puertas de las ínsulas de tres pisos se abrían a su paso. Y los habitantes de aquellas humildes viviendas romanas salían a la calle para saludar al glorioso héroe. Los mugrientos muchachos miraban con envidia a los soldados de su escolta y soñaban con la gloria de las guerras germanas. Los patricios saludaban a Germánico extendiendo la mano derecha y presionando la izquierda contra su corazón. Plebeyos y libertos se reunían en el camino del general, exclamando cuando él pasaba a su lado:

  - ¡Salve, Germánico! ¡Roma te saluda!

  Mujeres de todas las edades y clases sociales le arrojaban flores y suspiraban.

  Un fuerte eco de júbilo popular se extendió por las siete colinas romanas y llegó al palacio imperial, a los oídos de Tiberio César.

  Germánico y Calígula dejaron la escolta a pie de la amplia escalera de mármol. Germánico caminó confiadamente por los pasillos del palacio hasta los aposentos de Tiberio. Calígula, que se distraía mirando a su alrededor, apenas conseguía mantener el ritmo de su padre.

  Dos docenas de pretorianos con sus rostros bien rasurados custodiaban la entrada a los aposentos de Tiberio. Al reconocer a Germánico, se separaron y dejaron el paso libre. Germánico, con su mano posada sobre el hombro de su hijo, entró a los aposentos del emperador Tiberio.

  Una sutil penumbra invadía un enorme salón con columnas de mármol y paredes recubiertas por coloridas pinturas. Calígula se detuvo para poder contemplarlas con mucha curiosidad. Los brillantes frescos representaban una orgía: patricios con coronas de rosas reclinados alrededor de una mesa repleta de vinos y abundantes manjares; hermosas mujeres vestidas de cortos péplums griegos servían vino a los hombres de apariencia sibarita; jóvenes de pelo ensortijado sostenían liras y citaras en sus manos; bailarinas semidesnudas danzaban gráciles. El piso estaba hermosamente decorado con piezas de mármol multicolores.

  Tiberio, caminando silenciosamente, de súbito emergió desde un rincón oscuro. Era un hombre alto y huesudo de unos sesenta años, cuya cabeza calva se cubría con una corona de laurel dorada. Un largo manto de color púrpura se arrastraba por el suelo detrás de él. El emperador quiso sorprender a Germánico, apareciendo ante él repentinamente. Hasta cierto punto, logró su propósito. Germánico se estremeció cuando Tiberio le posó la mano sobre su hombro.

  - Roma te recibió como a un triunfador –dijo el emperador, atravesando a su sobrino con una mirada de serpiente. No estaba claro si Tiberio sonreía o se burlaba.

  - El pueblo festeja las victorias sobre los bárbaros que obtuve para el imperio y para ti, César –con cautela respondió Germánico.

  - Estos desagradecidos no me alaban así desde hace mucho tiempo –dijo Tiberio con un desprecio indescriptible– ¡Qué ingratos! ¡Después de todo lo que he hecho por Roma! ¡Qué orden han impuesto mis pretorianos en esta sucia ciudad!

  - Tus obras te glorificarán por siglos –dijo Germánico.




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