''Prisioneros.''
Esa fue la última palabra que resonó en sus sueños justo antes de despertarse. La cafetería estaba iluminada por el sol matinal y Ana sentía un dolor de espalda horrible.
Estaba despierta, pero no quería salirse del círculo de sal. No se sentía del todo segura. Se mantuvo ahí sentada sin hacer nada durante al menos una hora.
En un momento, sacó el celular de su mochila donde lo había guardado anoche. Lo desbloqueó, pero luego lo apagó de nuevo. Necesitaba reunir valor. Lo volvió a encender y se puso a revisar WhatsApp y encontró algo muy extraño. Los mensajes que le había enviado a Marián el día anterior ya no estaban, habían sido eliminados junto con el vídeo y el mensaje que decía ''¿Dónde está la estatua?''. No encontró el vídeo en la galería ni tampoco las grabaciones de la radio. Al parecer, la habían engañado.
Guardó de nuevo su celular y el cuchillo que encontró tirado en el suelo a su lado. Después se salió de debajo de la mesa y se retiró de la cafetería. Cuando salió se aseguró de que la estatua estuviera en su sitio, y así era. Alexander Graham Bell seguía de pie sobre la base de piedra sujetando un teléfono antiguo y mirando al cielo.
Condujo hasta llegar a su casa donde se recostó sobre el sofá y le llamó a Marián por teléfono.
—Bueno, ¿Ana? —le contestó Marián por la llamada.
—Si soy yo.
—¿Pudiste hacer lo que querías hacer anoche?
Ana meditó su respuesta dos segundos.
—Sí, lo hice —dijo.
—Y ya no piensas volver, ¿cierto?
—Creo que ya he terminado con esa escuela —Ana era consiente de que eso era una total mentira.
—Bien, entonces pasaré luego por las llaves a tu casa.
—Te las daré cuando te invite a comer al mejor restaurante de la ciudad.
—Jeje, ¿lo dices en serio?
—Sabes que siempre hablo muy en serio.
—Ok, pues que así sea amiga. Nos vemos luego, chau.
—Adiós —y colgó.
Ana se sentía algo mal, pero sabía que era lo mejor. ''Prisioneros'' resonaba en su mente. Chat se acercó maullando, pero no le hizo caso. El gato se subió al sofá y se recostó sobre Ana quien lo empezó a acariciar distraídamente.
Después de un rato así, se levantó y se fue en su auto al centro de la ciudad. Encontró una florería y compró un ramo de flores, luego condujo media hora hasta llegar a una zona algo alejada donde se encontraba el cementerio municipal. Estacionó su Beetle y entró con el ramo en brazos.
La última vez que había ido había sido tres años atrás, solo durante el entierro. Daniel le reclamó muchas veces el porqué no había ido a visitarlo ni una sola vez desde entonces y Ana siempre daba excusas como respuesta. Le decía que su horario de trabajo estaba muy apretado, que tenía cita en algún lugar o tal vez que se sentía muy enferma. Sea como sea, Ana siempre evitó a toda costa visitar la tumba de Alan.
Excusas y más excusas. Ana se llamaba así misma una cobarde. La verdad era que tenía miedo, miedo a volver a sentir ese dolor. Había amado a Alan más que a cualquier otra persona y el dolor que trajo la perdida, le había destruido la vida por completo. Ana sentía que una parte de ella había muerto junto a su amado.
La vida de Ana se fue cayendo lentamente en espiral al caos. En su desesperación intentó borrar sus recuerdos de Alan con el alcohol, eso funcionó en parte, pero no podía quitarse su sonrisa infantil y sincera de la cabeza por más que quisiera.
Daniel y Marián la apoyaron mucho, y ya no tomaba tanto como en el primer año, pero de todas formas se negaba a ver su tumba. El cementerio le parecía una idea cruel, te dicen que es para que los muertos descansen, pero ella pensaba que era más para torturar a los vivos.
Olvidarte del pasado era una cosa, esa era la parte fácil, pero olvidarte del futuro que imaginaste a su lado era algo totalmente diferente. Lo más doloroso era aceptar la idea de que para esa persona ya no existía futuro y aceptar que en tu futuro esa persona ya no existía. Los cementerios son la prueba constante de esa cruel realidad.
Ana no quería aceptar esa realidad. Ella prefería fingir que Alan nunca existió. Quería engañarse a sí misma diciendo que él nunca tuvo un futuro ni un pasado, fingir que nunca lo conoció, que nunca salieron, que nunca lo abrazó, que nunca rieron juntos. Si se repetía esas frases constantemente, tal vez en algún punto se lo creería de verdad. Aceptar un pasado irreal era mucho más sencillo que aceptar un futuro imposible.
Se había mudado a una casa más pequeña, regaló todas las cosas de Alan, se deshizo de sus fotos y casi todo lo que le traía algún recuerdo. Se quedó con el anillo solo porque no tuvo el valor de tirarlo. Aceptó cuidar a Chat porque no quería ser cruel con el animal, además de que Daniel era alérgico y no lo podía cuidar. De ahí en más, no quería ni oír mencionar su nombre, cualquier cosa le traía de nuevo el dolor.
Querer abrazarlo, pero saber que ahora eso no sería posible. Saber que su cuerpo está tan cerca, pero él ahora está tan lejos. Saber que nunca volverá a escuchar su risa, a sentir su calor o a escuchar su voz. Saber que nunca lo volverá a ver y que ahora solo es un mero recuerdo. Eso te llena la mente y el corazón de cicatrices, cicatrices que nunca se pueden borrar.
Ana seguía pensando que la idea de la religión no tiene mucho sentido. A lo largo de la historia, las personas han inventado todo tipo de fantasías sobre lo que pasa al morir. El paraíso, el valhalla, la reencarnación, todo es una variación de lo mismo, una vida después de la muerte. A ella le parecían ideas muy extrañas como para ser verdad, producto de alguien que tal vez se pasó un poco con la hierba, el vino o los hongos, sin embargo, ahora entendía por qué la gente elegía aceptar esas cosas. Eso al menos te da un consuelo, el pensar en la posibilidad de que tal vez puedan estar juntos una vez más. Pensar que no desaparecieron en la nada y que ahora están en otro lado, esperándolos y sin dolor, es esperanzador. Una esperanza que ella no tenía.