El gran frío de esa mañana se percibía en aire, resignado a las últimas brisas invernales del amanecer y amenazando con los primeros rayos amarillos, por la inminente llegada de la primavera. La búsqueda; sustento de sus esperanzas, empezaría como siempre con: ojos hinchados por el sueño. Mochilas con bocadillos; por si la necesidad, el estómago requiriera llenarlo. Cámara de fotos; por si podían añadir alguna foto como trofeo para Moisés. Bicicletas y muchas ganas de pasárselo bien, sí todavía podían.
El pelaje del resto del invierno se espesaba, empezaba a tener un color más claro que se confundía con la hojarasca húmeda, de tonos rojizos granas, ocres y dorados, este se alargaba y les obligaba a seguir todo ese camino para llegar a Arró, idea que ya habían fijado el día anterior.
Habían pasado por el viejo roble y se iban acercando al límite del barranco de Arres de Jos, que se ceñía a la curvatura del camino formado por hayas. El desfiladero se desdoblaba detrás de ellos, dejando atrás la inquietud que les acompañaba todo el camino, como si se trataran de una pandilla de cuervos a la espera que desfallecieran.
No dejaban de vigilar todo el camino paralelo a la ribera del río Garona, por sí por una de esa casualidades, volvían los Jeeps.
Llegaron a la iglesia de Sant Martí de Arró, donde casi desfallecidos decidieron atracar las mochilas para desenvolver los bocadillos y beber un poco de agua. De pronto oyeron un sonido enroscado, como el continuo sonido ki-ki-ri-kí de muchos gallos. Giraron la cabeza hacía el ruido y observaron los Jeeps, que como las anteriores veces, bajaban por la ribera a muy poca velocidad, debido al tortuoso camino de curvas.
En un abrir y cerrar de ojos, como por arte de magia, desaparecieron entre una nube de polvo.
- ¿Qué ha pasado? - preguntó Ade.
- No lo sé, pero deberíamos seguirlos - respondió Nart , mientras se apresuraban a terminar los bocadillos y coger las bicis.
El camino estaba cubierto de pequeñas ramitas y hojas caídas, provocando que las ruedas de las bicicletas resbalaran en algunos puntos. El sonido de las mismas se mezclaban con el crujido del viento, el del rumor del río y el del canto de algún pájaro, formando una sinfonía que acompañaba el pedalear de los dos chicos. A medida que se adentraban en el bosque, éste se volvía más denso y oscuro. Los árboles se alzaban altos y amenazantes, cubriéndoles con sus sombras.
Después de un rato de camino, llegaron al Pont d’Arrós. Era un puente de piedra que atravesaba el río de lado a lado de la ribera. Al final se divisaba una vieja casa, medio en ruinas, con una terraza en la planta superior. Se acercaron hasta la puerta destartalada que estaba abierta y desde fuera vieron unas escaleras que subían hasta la terraza.
- Qué te parece si entramos a ver que hay -
- ¡Sí, sí! - gritó Ade.
Apartando ladrillos y runas subieron a la terraza, y allí Nart sacó la cámara.
-Mira, es la mina Victoria - le dijo Ade, señalando el camino que atravesaba el barranco.
El paisaje que se veía desde allí era impresionante, se caracterizaba por el dominio del roquedo y el perfil de las cumbres surcado por el río. Un estrecho camino con algún pastizal rodeado de matorrales, y de escasa vegetación, se adentraba en el bosque.
Tras acercarse a la mina todo lo que pudo, y dio de si el objetivo de la cámara, vio que se apreciaban unas siluetas minúsculas parecidas a los Jeeps. Pensó que tal vez fuese imaginación suya, que le hacía ver lo él quería. La otra posibilidad era que cuando desaparecieron, fuese porque se adentraron al recinto de la mina. - ¿Estarán escondidos para no llamar la atención?. Me gustaría saber qué pasa ahí abajo - susurraba Nart. Tras unas cuantas fotos y con toda seguridad, retrocedieron el camino que llegaba hasta la mina.
Llegaron a la mina y se detuvieron unos metros atrás, en la rasante, desde donde observaron aparcados, delante de la gran puerta de metal, los Jeeps que habían visto antes.
Fuera aún se apreciaban los restos de la jornada del día anterior; carros de hierro, espuertas, herramientas y muchas cajas de madera, todas apiladas con mucho desorden, desafiando la ley de la gravedad. Las puertas traseras estaban abiertas, apreciándose luz en su interior.
- ¿Por qué están abiertas?, no deberían estar trabajando hoy - preguntó Ade.
- Supuestamente la mina debería estar cerrada
- respondió Nart.
- Seguro que tiene que ver con los Jeeps - dijo Ade.
- Bueno, si no tienes miedo podemos explorar-
- Sí, claro -
Entonces comenzaron a caminar sigilosamente hacia la mina. La entrada era más grande de lo que parecía desde lejos. Sortearon tierra y escombros acumulados en el interior de la bóveda, desde donde bifurcaban varias galerías. Entraron en la primera, pasaron por unas cuantas cámaras sostenidas por pilares y llegaron a una pequeña bóbila de paredes blancas, arañada de grandes franjas horizontales por la extracción de los minerales. En ella se dispersaban pilas de cajas de madera y de cartón, de un tamaño considerable.
-¡Mira! -dijo Nart, señalando unos restos de botellas rotas en el suelo.
- Éstas cajas están llenas de botellas - contestó Ade mientras miraba una de las cajas abiertas donde ponía “Andorra”. Él, con toda la calma que pudo, hizo algunas fotos.
Oyeron ruidos de muchas pisadas, parecían que tenían prisa, por lo que decidieron retroceder hasta la entrada, a una de las primeras cámaras. Era la única con menos luz, casi estaba a oscuras, allí debajo de una pequeña grúa se escondieron, en silencio, con el corazón a mil. Al momento oyeron pasar a gente, tres, cuatro o tal vez cincuenta, posiblemente el miedo les hacía ser incoherentes en la cantidad de pisadas que oían. Cuando las pisadas se callaron unos minutos, decidieron salir corriendo, medio agachados, por sí les pudieran ver las cabezas, pensando que el resto del cuerpo quedaba oculto por la oscuridad, por su posición semi inclinada.
Ade señaló hacia una pequeña puerta de metal que daba a la calle. Nart la cogió de la mano y llegaron hasta ella, la abrieron y salieron mucho más rápido que entraron, se escondieron tras una vagoneta, observando. Tres Jeeps se encontraban alineados con cuatro hombres que los vigilaban todo el rato. Era muy poco habitual que alguien trabajar el domingo en la mina y mucho menos trabajar con esas indumentarias: botas de caza, ropas negras, pasamontañas, guantes, todos bien camuflados, aunque más bien parecían ir improvisados qué uniformados, por la falta de sintonía en el vestuario. Esa gente no tenías pintas de ser de algunos de los pueblos de la zona. Por un momento, Nart se quedó absorto. Se le disparó el corazón, sintió un vacío en el estómago hasta la boca, provocando un ardor que le produjo una arcada. Había reconocido esos pasamontañas, los mismos que aquel día entraron en su casa, cuando se llevaron a su padre. Ade le dio un pequeño golpe con el codo.
- ¿Nart, qué te pasa? - le preguntó.
- Nada, quedémonos a ver qué pasa - le contesto aturdido.
Al poco salieron de dentro cuatro camuflados portando cajas de dos en dos, con el sello “Andorra”. Como la práctica de la trofalaxia; mecanismo común de las hormigas, en silencio, uno detrás del otro en perfecta alineación, cabeza con cabeza iban aproximando las cajas a los custodiadores y estos las colocaban con sumo cuidado en la parte trasera de los vehículos. Las cajas iban bien precintadas, algunas parecían más pesadas que otras. Observaban, que las menos pesadas también eran las más grandes. Eran de cartón marrón, con un un dibujo en forma de pajarita que ocupaba media caja, con el nombre en rojo Marlboro y en alguna medio rota, pudieron ver que estaban llenas de cajetillas de tabaco con el mismo nombre. Las más pesadas eran de madera, las que vieron dentro de la nave con el sello Andorra, estaban llenas de botellas de diferentes marcas: J&B, Ballantines, Johnnie Walker.
Aquel extraño y misterioso ritual les dejó perplejos. ¿Qué relación existía entre Andorra y esa gente?. Con el cuerpo temblando y las manos firmes, fotografió todo el ritual.
La práctica acabó en pocos minutos, los camuflados se apoyaron en la pared, uno sacó una cajetilla de tabaco y ofreció fumar a los demás. Entre risas y escupitajos comentaban lo malo que era el tabaco andorrano, y la diferencia entre la variedad de los whiskys de las cajas. Ocasión que Nart aprovecho para hacer fotos de la matriculas, las cajas y de la gente de negro, que a muy seguro, solo saldría unas macha negras a la hora de revelarlas.
Los vehículos se pusieron en marcha y desfilaron hacia el bosque. Los dos estuvieron observando como los Jeeps, uno a uno, fueron engullidos por las cabezas espesas de los Hayedos. Era el momento para salir de allí rápido, la vuelta era larga, no podían llegar muy tarde. Enfilaron el camino de vuelta, no sin antes echar un último vistazo de inquietud por todo lo que habían visto y vivido. Todo aquello era muy extraño.
El cielo empezaba a prevenirlos de la inminente oscuridad por el espeso y sombrío follaje. Las hayas, que terminaban de atrapar el resto de nubes, muy pronto se precipitarían sobre ellos. Se oían las tenues voces de silbidos de las ramas, y el de la destilación de las gotas de humedad pasando por las hojas hasta el suelo. Por todas partes el bosque susurraba sus lamentaciones, por la multitud de pequeños seres del campo.
Lo más duro era el frío que percibían en sus caras, que les perseguiría todo el escarpado camino de vuelta. Apenas lograban mantener el paso, el cansancio se apoderaba de ellos. La fatiga de la larga jornada y la caminata se hacía sentir. Las voces continuaban cada vez más desfallecidas, como si estuvieran cada vez más distantes. Era como si quisieran olvidarse de atraparlos.
Finalmente llegaron a Les. Se dejaron caer en el primer banco que encontraron, exhaustos. La adrenalina que les había mantenido en pie durante todo el camino había desaparecido. La oscuridad los envolvía por completo, las voces se habían esfumado. Ambos se abrazaron, buscando consuelo el uno del otro. Era la primera vez que se encontraban así, sin saber qué hacer.
Esperaron a que se les pasara el miedo, antes de despedirse para volver cada uno a su casa