La tarde anterior, Nart le contó que esa mañana había colocado otra foto/postal en los sobres del correo de la botiga. Esta vez fueron las que hicieron en la mina Victoria. Los dos se quedaron poco rato en la plaza. Nart había quedado con Moisés para seguir revelando algunas fotos más y ella tenía prisa, había quedado con su madre para terminar algunas tareas de casa.
- Mañana iré a temprano a Betlan, a ver a mi madre, mi tía me deja con la condición que no vuelva tarde -
- Que bien!, Nart, ya me explicaras cómo está tú madre y si se sabe algo de tu padre -
Quedaron, que él explicaría todo y además harían planes para el fin de semana.
Ade se despidió. A mitad de la calle se detuvo en seco, se giró y le dedicó una gran sonrisa. Él vio cómo su pelo pelirrojo se contoneó con el movimiento de su giro. Le pareció una imagen idílica. Le devolvió la sonrisa, sin saber que al día siguiente no la vería.
Ade siguió caminando, descendió la plaza donde estaba la iglesia. Delante de ella unos niños jugaban a perseguirse unos a otros, golpeándose en las espalda. Ella solo pensaba en sus cosas. Cruzó al otro lado de la calle para evitarlos, ajena a cuanto le rodeaba. Le quedaban pocos pasos para llegar a la esquina. Tras ella, una camino empinado de tierra de cuatro casas, la suya al final. Luego todo pasó de prisa.
- ¡Cállate! - alguien la mandó callar. Notó como un gorro le cubría la cabeza, podía respirar gracia a los agujeros que creaba el entrelazado de la lana. Dos brazos fuertes la cogieron por la cintura, durante los primeros pasos gritó y arañó, hasta que su respiración se aceleró, ya no podía respirar. Le ataron las manos y la empujaron al interior de un vehículo. Quedó aturdida por el golpe en la cabeza contra el suelo de chapa. Con las manos atadas intentó agarrarse a algo, coger algo. Intuyó que estaba en un cuadrado de aproximadamente dos metros de hierro oxidado, por como las manos le raspaba como si fuera un estropajo. Por cómo se movía y el ruido que hacía, Ade ya supo que se encontraba en una furgoneta que se movía de un lado a otro por algún camino angosto.
El sonido cesó, y el miedo se apoderó de ella. La furgoneta permaneció unos minutos parada, la abrieron, la volvieron a coger de los brazos y la bajaron, entonces notó que un hilo de sangre le corría por la mejilla, debía haberse herido cuando entró en la furgoneta. A los pocos pasos pararon, escuchó un chirrido de bisagras oxidadas, que duró unos segundos, los suficientes para pensar, que podría ser una puerta de hierro antigua y grande. Le soltaron los brazos, esta vez fue más suave. Al entrar noto un olor a incienso, musgo y pólvora
La adrenalina le inundó todo el cuerpo, pero no era capaz de mover ni un solo dedo. De pronto, un ruido molesto sonó a su derecha, estaban levantado algo metálico. Por la respiración de esfuerzo del secuestrador, intuyó que era grande, seguidamente lo arrastraron y oyó otro movimiento continuo, metálico, que sonaba a eco. Finalmente se repitió los ruidos de arrastrarlo. El ruido seco de la pieza metálica cayó de golpe, con un gran estruendo. Pensó que sería una chapa de hierro que tapaba un agujero muy grande.
Nadie dijo nada, ni una palabra, solo oía una respiración, unas veces entrecortadas y otras más seguidas por algún esfuerzo.
- Por favor... - ahora si, Ade lloraba, le faltaba el aliento.
Le quitaron el gorro de lana. Sus ojos se habituaron enseguida a la luz amarillenta de las bombillas, aunque entraba una luz entre verdosa y oxidada que llenaba la nave, debido al barro y moho pegado en los cristales de las ventanales.
Un hombre, que por su aspecto alto, fuerte, que por los ojos suaves que asomaban por la careta de lana, debía ser joven. Analizó todo aquel espacio diáfano, sin encontrar ninguna explicación de por qué estaba allí. Se dirigió al chico y cuando intentó despegar sus labios para hablar, él le puso un dedo en los labios para que no dijera nada.
Al anochecer, cuando ya no entraba nada de luz y la nave quedó alumbrada por la luz amarilla de las bombillas, un vehículo a toda velocidad derrapó justo en la entrada. El chico volvió exaltado hacia Ade, le puso el gorro de lana y le ató las manos con las bridas. Todo fue muy rápido, no le dio tiempo a pensar qué pasaba. El chico la cogió de un brazo, la llevó hasta la puerta, donde dos hombres camuflados, con sudaderas y capuchas, ya habían abierto. Otro esperaba fuera, la cogió del otro brazo y a empujones la introdujeron de nuevo a la furgoneta. En unos segundos volvía a moverse de una lado para otro. Esta vez, el trayecto duró bastante más tiempo, aunque no sabría calcular si fueron minutos o horas.
Abrieron de nuevo la furgoneta, y tiraron de ella. Esta vez anduvieron un buen trecho, hasta que una puerta se abrió, pequeña, pensó. Le quitaron las bridas de las manos, de mala manera. La empujaron al interior, nadie entró con ella. La portezuela se cerró, oyó un ruido de cadenas deslizándose por el tirador de fuera. Ade se quedó de pie, estremecida, apenas acertaba a quitarse la capucha de lana. Inspeccionó con la vista el espacio. Supo por el olor, que estaba en una especie de pocilga, pero no sé de qué lugar podría tratarse. Desesperada, no pudo hacer otra cosa que sentarse sobre una manta vieja y llorar. Así estuvo un buen rato, sin saber cuánto tiempo pasó, si fue un minutos, o un horas. Un sudor frío le recorría todo el cuerpo, el olor de aquella pocilga comenzaba a ser insoportable. Intento mirar por el orificio de la cerradura; solo veía oscuridad. Su corazón estuvo apunto de estallar, cuando de repente oyó el ruido de la cadena, alguien la estaba abriendo. Dio un salto hacia atrás cuando vio que era Arnau quien la abría.
- Hola, tranquila, no tengas miedo - Le dijo él, a Ade le era familiar aquel hombre.
- ¿Te has hecho daño? - volvió a preguntar.
- ¿Eres la hija de Dean? - la miraba mientras esperaba su reacción.
- ¿Conoces a mí padre? - preguntó.
- Si, éramos amigos, nos conocemos desde hace mucho tiempo -
Ade se puso a llorar, por un momento pensó que se derrumbaba. El hombre la cogió de los pelos, y de un tortazo la sentó en la manta.
- Niñata. Tu y tu amigo Nart, no habéis parado de tocarme los ¡guevos!-
Arnau la miró a los ojos, y aunque hubiese preferido no hacerle daño, tampoco le importó, le reconfortó que sería la última vez que la vería.
La sensación de desesperación se respiraba a lo largo y ancho de Betlan. Todo parecía en suspenso. La gente miraba alrededor, preguntándose si algún conocido del pueblo sería capaz de hacer una cosa así. Un pueblo que pasaba desapercibido, transparente, escasamente vigilado por las fuerzas del orden. Donde nunca pasaba nada, donde nadie importaba demasiado. Un lugar recóndito, donde unas postales empezaban hablar por sí solas.
La Guardia Civil aún no había imputado a nadie el secuestro de Ade, ni la procedencia de las armas del zulo. Tampoco pudieron sacar ninguna información a los dos hombres que las custodiaban.
El medio rural, alejado del núcleo de la población más importante y por tanto menos vigilado, permitía con mayor libertad e impunidad, que cualquiera aprovechara para una causa ideológica o personal.