El cielo se tornaba de colores violetas y rosados cuando se hacía tarde.
Los árboles se movían al compás del viento que descortésmente iba pasando, los animales nocturnos empezaban a asomarse para ver si era ya la hora de su despertar y el sonido de los grillos empezaba a sonar.
Era ya la hora de la merienda.
Orne se movía con rapidez.
Otra vez se había entretenido demasiado con los lirios del bosque y había olvidado el compromiso que tenía con Sarah.
Por lo que, sin importarle caer, saltaba con gran habilidad algunos de los muros que habían atestiguado memorias ya muy lejanas, que habían antes de llegar a la que era su casa.
Como todos los días desde que tenía memoria, había ido al bosque a pasear, ignorando el hecho de que si caminaba un poco más allá de los límites de este encontraría un camino que la llevaría a un pueblo cercano: El pueblo de Orange.
Sus habitantes eran, en su gran mayoría, personas que deseaban una vida tranquila, lejos de la bulliciosa capital. Si tan sólo supieran que había un lugar más tranquilo que el pueblo de Orange.
Orne llegó a su destino.
Bueno, casi...
Para llegar tenía que atravesar una pequeña laguna de aguas verdosas, llenas de peces y ranas, juncos y algas. Con los años había construido un puente improvisado que la llevaba a su hogar.
Cada vez que caminaba por ese puente sentía la necesidad de observarse, no lo hacía siempre, pero de vez en cuando se miraba en el reflejo del agua.
Era una criatura descuidada, esquelética y con sus gruesos cabellos dorados necesitados de un corte.
Llevaba una camisa color oliva y unos pantalones oscuros gastados.
Lo único que se podía salvar de su desaliñado aspecto eran sus ojos color miel.
— Orne— la llamó Sarah desde la seguridad de su casa — apresúrate, por favor.
Orne la miró y lo que vio, una vez más, la desconcertó. Sarah le había dicho una vez que era su madre, pero Orne no encontraba ningún parecido entre ambas.
— ¿Qué tanto me ves? Ven, apresúrate. La comida está lista— le dijo Sarah nuevamente.
Orne suspiró y avanzó hacia su casa.
Sarah nunca salía de aquel lugar a menos que ya no hubiera comida, en el pueblo la conocían por ser una mujer callada que no se juntaba con nadie. Siempre la misma rutina, siempre la misma apatía hacia los demás seres que la rodeaban. Sarah tendría ya unos cuarenta años, había pasado veinte de estos viviendo en aquel lugar olvidado.
Orne no entendía porque no salía de casa.
Sarah no sabía porque Orne sí lo hacía.
Se sentaron a merendar con unos panes recién horneados y un poco de miel.
Siempre comían en silencio, Sarah contemplando el vacío y Orne observando a Sarah. Y es que aquella mujer medianamente joven, guardaba en sus ojos una historia que Orne quería saber.
Al terminar, la más joven se fue a dormir, no sin antes notar que afuera nevaba un poco y que sería hora de cambiar a su atuendo de invierno.
Entre tanto, Sarah contemplaba el crepitar del fuego y recordaba tiempos remotos, y se preguntaba qué habría pasado con la mujer de cabellos rojos que había visto hacía tanto tiempo.
Editado: 06.02.2021